ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Mi liberada:

Me quedé realmente estupefacto el otro día al leer en este periódico donde te echo las cartas unas declaraciones del candidato de Ciudadanos a presidir la Junta de Andalucía, el señor don Juan Marín. Decía este andaluz sanluqueño que no pactaría con Vox y luego añadía: «Pero si nos vota estaremos encantados». Este encanto ya lo han experimentado otros políticos españoles. Por ejemplo, Pedro Sánchez. No pactó con Bildu, pero recibió encantado sus votos. Y lo mismo debió de ocurrirle con los votos del prófugo Puigdemont. El presidente es un encanto, todo él. No todos los políticos sucumben, sin embargo. En Francia, por poner un ejemplo, y hasta que el presidente Nicolas Sarkozy, ya en su decadencia, rompió la regla en un asunto menor, los partidos políticos rechazaron siempre, airados, los votos del partido de Le Pen. El símbolo más contundente, vinculado a esta obstinada tradición republicana fue la elección, en ocasión memorable, de Jacques Chirac, con el mayor porcentaje de votos registrado nunca en una elección presidencial: los partidarios de Lionel Jospin lo votaron sin encanto, disciplinadamente. Cívicamente.

Es preferible que Ciudadanos no gobierne a que lo haga con los votos de Vox. Lo mismo cabe decir del Partido Popular. Y del Psoe, no respecto a Vox, que es una hipótesis improbable, sino respecto al partido Podemos. La obligación de cualquiera de esos tres partidos es entenderse entre ellos, aplicando variables geometrías, antes que ceder al nacionalpopulismo español. Hay muchas razones políticas para justificar esto, e incluso tú estás en disposición de comprenderlas. Pero me fijaré en una que no es obvia: la pedagogía social derivada. Los partidos razonables deben decir con claridad a los ciudadanos que el voto Voxpodem es inútil. O mejor: que es basura de dos modos diferentes: por su calidad y por su destino. Todo lo contrario de lo que hace don Juan Marín, que adjudica a los votos de Vox la posibilidad de hacerle –¡nada menos!– presidente.

Vox se reclama de esta nueva legitimidad política que es el enfado. El icono político del enfado es la cara que muestra indefectiblemente ante las cámaras Donald Trump, nuestro mejor envilecedor jefe. Un hombre en perfecto ceño de trabajo. Su impostación es ridícula; pero fue y sigue siendo enormemente eficaz. Trump está cabreado con el mundo y no va a dejar de estarlo por mucho que ahora sea el amo del mundo: su cara de manzanas agrias es el principal vínculo que mantiene con sus votantes. Pero antes de Vox ya hubo enfadados profesionales en España.

Nuestro gazielet acuñó, por ejemplo, hace años, el personaje del català emprenyat. La plasmación de este tipo ridículo era similar a la que tiene gran éxito en las calles catalanas cuando los críos buscan, el día 31 de diciembre, al llamado home del nassos, es decir, a un hombre con tantas narices como días tiene el año. El català emprenyat era cualquier catalán, humillado por todas las afrentas a las que le sometía Madrid. En la historia borderline que se explican los nacionalistas a sí mismos el català emprenyat dijo basta y puso en marcha el Proceso.

La máxima expresión del enfado español la exhibió el movimiento quincemesino que poco tiempo después daría a luz al rollizo bebé podemita. El movimiento acuñó la palabra indignados, que después de liberal y guerrilla es la gran aportación española a la lengua política. Es interesante que el primer català emprenyat, nuestro gazielet, y nuestro primer indignado, Pablo Iglesias, anudaran una estrecha amistad política cuya última evacuación ha sido un libro conjunto, y sonrojante así por partida doble, que han llamado Yugo España o algo así. La indignación tuvo un gran éxito mediático. Actuó en un momento de grave crisis económica cuando los medios necesitaban encarnaciones de los farragosos datos. La indignación vendió un relato indignante según el cual España era un estado fallido y el régimen del 78 una dictadura corrupta. La tétrica superchería erosionó la calidad de la democracia y fue uno de los pilares del golpe de los nacionalistas catalanes. La indignación del que había perdido su trabajo podría comprenderse. Algo menos la del que había estirado más el brazo que la manga y había calculado mal en el drástico momento de embarcarse en una casa. Y la indignación era una intolerable impostura en el caso de los que habían perdido su dinero jugando a la Bolsa, por más que en aquellos días atronara en España un coro de viejecitas plañideras que manifestaba no saber leer la letra pequeña de sus contratos bancarios. La crisis económica desveló prácticas irregulares y corruptas. De instituciones y de ciudadanos. Y hubo responsabilidades a repartir entre unos y otros. En la crisis hubo mala fe; pero como en cualquier otra crisis parecida hubo sobre todo ignorancia colectiva. La política y el periodismo buscaron culpables antes que errores. En la tarea destacó el nacionalpopulismo, también mediático, que insistió en la mala fe para tratar de afianzar con ella sus impracticables salidas a la crisis. Está en marcha la edición inglesa, o sea global, de un proyecto periodístico originariamente holandés que se llama The Correspondent. El proyecto tiene un lema: Unbreaking news. Breaking news son las noticias de última hora, la actualidad urgente. Su antónimo es interesante porque lo que el periódico propone no solo son noticias inactuales, sino también irrompibles, constructivas y hasta sanadoras. No hay duda alguna de que es imprescindible un periodismo de esas características. Entre otras razones para que ayude a germinar una unbreaking politics: una política sanadora y senadora. La indignación quincemesina fue escupir al cielo, no asaltarlo.

Aquellos indignados ya están pagando puntualmente sus hipotecas. Y ahora ha tomado el relevo otra suerte de rabiosa incontinencia. Es indiferente que en vez de dirigir sus imprecaciones a los bancos las dirijan a los negros. Es más: los bancos y los negros son perfectamente compatibles como objeto de ira, y así lo demostrará el trasvase de votos del partido Podemos a Vox, es decir, la emergencia del Voxpodem (los comunistas han sido cantera principal del populismo en Francia y en Italia: ¡y bien simboliza en España esa pedrada nuestro querido Federico!), que erosiona transversalmente la razón política. Lo sustantivo no es si la ira elige bancos o negros. Lo sustantivo es la incontinencia, esa fisiología que afecta a bebés y viejos. La virtud cívica, el fundamento de la democracia y de la propia convivencia reside en la contención. Yo, naturalmente, soy racista; pero me aguanto. Yo, naturalmente, devolvería el Parlamento de Cataluña a su antigua condición de Museo de Arte Moderno y pondría al Valido de vigilante permanentemente destinado en la sala de los Nonell, para que respirara, ah, l’olor de les gitanes; pero me aguanto. Yo, naturalmente, después de leer el correspondiente artículo menstrual de alguna de las chicas de El País la mandaría a fregar; pero me aguanto. Hay que aguantarse. Virilmente. Los que más deberían son esos jineteros de Vox, tan devorados por sus fantasías. Los populistas no son más que eyaculadores precoces. Y en arreglo a su naturaleza, ni contentan ni fecundan.

Sigue ciega tu camino.

A.