Barcelona ‘92: cómo se puede empequeñecer lo que fue grande

EL MUNDO 24/08/17
EDITORIAL

UNA OPERACIÓN de Estado bien planificada y mejor ejecutada, sin apenas fisuras políticas. Una organización excelente que cuidó hasta el mínimo detalle. Y una ciudad abierta y cosmopolita volcada en la celebración de unos Juegos Olímpicos que el propio Comité Olímpico Internacional (COI) llegó a calificar como los mejores de la Historia. Éstos fueron los principales ingredientes que fraguaron el extraordinario éxito de los JJOO de Barcelona en 1992. Ahora, cuando se cumplen 25 años de este hito de la España democrática y moderna, conviene poner en valor el ejemplo de audacia que simbolizó un acontecimiento que tuvo un doble efecto. En primer lugar, consagró la entrada de nuestro país en el primer vagón de Europa después de proyectar una imagen inequívoca de creatividad, eficacia y dinamismo. Y, en segundo lugar, puso de manifiesto las cotas que puede alcanzar España cuando se trabaja desde la unidad institucional. La gloria de Barcelona ‘92 contrasta con la obsesión secesionista de un nacionalismo empeñado en imponer un proyecto independentista que, en lugar de sumar voluntades, ahondaría en la fractura social entre catalanes. En el último cuarto de siglo, triste y paradójicamente, Cataluña ha pasado de proyectar un símbolo como Cobi, la mascota de los Juegos, a popularizar el burro como icono de un separatismo trasnochado y disgregador.

Los de Barcelona ‘92 fueron los Juegos de una ciudad, una comunidad autónoma y un país sin complejos. Además del respaldo social que aglutinó este evento –el número de voluntarios desbordó las previsiones– y del magnífico bagaje que la delegación española cosechó en el medallero –fruto, en gran medida, de la puesta en marcha del Plan Ado de apoyo al deporte español–, lo cierto es que tanto desde las instituciones catalanas como desde el Estado se supo trabajar en un proyecto común. Las relaciones diplomáticas de Juan Carlos I y la influencia de Juan Antonio Samaranch, entonces presidente del COI, fueron decisivas a la hora de llevar los Juegos a la ciudad natal de éste último. Pasqual Maragall capitaneó la tarea organizadora convirtiendo los JJOO en un punto de inflexión en el desarrollo de Barcelona, consagrada como un destino turístico global. Incluso la Generalitat, presidida por el entonces Molt Honorable Jordi Pujol, apoyó la causa, aunque coqueteó con un mensaje nacionalista que, por ser minoritario, no empañó el ejercicio de entendimiento de todas las partes implicadas.

El reto de albergar unos Juegos se impuso a cualquier mirada aldeana. Así, durante la ceremonia de inauguración, las esteladas y las pancartas de Freedom for Catalonia fueron testimoniales. Nada que ver con la proliferación de banderas independentistas que pueden verse hoy en día en los balcones de las ciudades catalanas y con las exhibiciones del independentismo durante las últimas Diadas.

Puede parecer anecdótico pero este cambio en la agitación de enseñas revela la deriva separatista. Joaquim Forn, uno de los activistas que aprovechó los Juegos para pedir «libertad para Cataluña», es hoy el consejero de Interior y encargado de velar por el cumplimiento de la ley ante la amenaza del referéndum del 1 de octubre. La alcaldesa de Barcelona sigue desdeñando la memoria de Samaranch, y ello hasta el punto de retirar una escultura con su busto del Consistorio de la capital catalana. Y Maragall, hombre clave del 92, acabó pactando con el nacionalismo radical para enzarzarse en una reforma estatutaria, origen del actual procés soberanista.

Durante el último cuarto de siglo, Barcelona ha pasado de ser la capital del mundo al centro del ombligo de la quimera independentista aventada por Puigdemont y sus socios. Recuperar el espíritu del 92 tendría que ser una prioridad para la clase política catalana, lo que exige altura de miras y abandonar cualquier tentación que pase por vulnerar las leyes y el marco democrático.