Miquel Escudero-El Imparcial
El golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil en España tiene sus explicaciones, pero nadie puede eximir a sus autores de la responsabilidad sobre las desgracias que generó. Cuando dejamos que la discordia nos sature, se empieza por permitir cualquier disparate y se acaba por aprobar cualquier barbaridad contra el enemigo. Al cruzar esa línea roja se originan mil pérdidas que si no deseadas son queridas; se les llama efectos laterales (la expresión común colateral es inapropiada, significa otra cosa).
Me estremece oír a quienes justifican la invasión de Ucrania como algo inevitable por la ‘dinámica imperial’: analizan con minucia y fruición la política oficial seguida desde la desaparición de la Unión Soviética, pero, embriagados con sus palabras, son insensibles a los brutales sufrimientos infligidos a muy infelices seres humanos. Son ajenos a su suerte. ‘Los otros’ siempre acaban siendo de goma o de cartón, sus vidas no importan ni a los reaccionarios ni a los revolucionarios de profesión. Y, en atroz hipocresía, los utilizan cuando les conviene para remachar su obstinada y desalmada visión de las cosas.
Me acerco a dos textos inéditos en español y que fueron publicados en inglés entre los años 1941 y 1945. Se trata de ‘Lucha por el alma española’ y de ‘España en el mundo de la posguerra’, reunidos ahora en un volumen titulado Contra el fascismo (Espasa). Su autor fue el extremeño Arturo Barea, escritor y periodista, que murió en 1957 con 60 años recién cumplidos. Es conocida su obra La forja de un rebelde, una trilogía sobre su niñez, su participación en la guerra del Rif y en la Guerra Civil. Dio cerca de novecientas charlas radiofónicas en la BBC que se hicieron populares.
Podría ser interesante saber lo que Barea, un republicano que prefirió exiliarse en Gran Bretaña, opinaba de Franco. No se pronuncia al respecto como hacen hoy algunos que aún no habían nacido cuando murió el dictador, con un rencor inducido. Él lo reconocía como “un hombre absolutamente carente de miedo físico” y describía así su rostro: “labios infantiles y adustos. Sus ojos, algo saltones, son inexpresivos y muy abiertos: son los ojos de un hombre que carece de problemas interiores personales y se mantiene incólume ante los exteriores”. Se podrá estar de acuerdo o no con sus observaciones, pero no eran insultantes ni estaban guiadas por el odio hacia su enemigo. Veamos sino: “Tengo la impresión de que ha sido un hombre honrado toda su vida: honrado en el sentido de corrección e incorruptibilidad en el plano financiero y económico”. Le atribuye a Francisco Franco una frase que ya nadie recuerda, dicha en su recepción a Wilhelm von Faupel, como embajador de Alemania en 1937: “La paz que se ha instaurado en el Reich es la paz que queremos instaurar en nuestro país”. Aun así, el derrotado Barea habló de este modo: “El general Franco, un excelente estratega muy probablemente reacio a embarcarse en aventuras imposibles, no es un líder político, sino un órgano ejecutivo de la vieja casta dirigente de España”, internamente dividida. Si bien, Gran Bretaña estaba gobernada por una clase dirigente –decía- y en España mandaba una casta dirigente, “que es algo muy distinto”.
Denunciaba Arturo Barea que industriales y banqueros estuvieran obligados a hacer aportaciones de dinero a toda suerte de organizaciones benéficas o secciones de la Falange. Con sólo quejarse, decía, aquellos pasaban a ser desleales al régimen.
Veía la España de 1941, de la que él estaba ausente, como un país pobre, sin perspectiva de progreso y anclado en una sociedad semifeudal, donde “los garbanzos, alimento básico en la dieta de las clases pobres en España, era casi imposibles de conseguir, salvo de contrabando y a precios elevados”. La evolución de España no la podía prever, aunque entendía que no poseía “ni un Estado ni un movimiento de masas que sean en puridad fascistas”. Falange efectuaba una continua purga antidemocrática, pero su totalitarismo, afirmaba Barea, “se encamina con rapidez hacia la invisibilidad”, la cuestión era saber cuándo y cómo desaparecería de escena.
En cuanto a la Iglesia católica en España, señalaba unos rasgos característicos que resultaban “increíbles e ininteligibles a católicos de países donde son minoría (como es el caso británico), o donde la separación entre Iglesia y Estado es un hecho consumado (como en Estados Unidos o en Francia)”.
Estos textos datan de hace unos ochenta años y corresponden a un escritor en absoluto extremista, que era demócrata y, por lo general, ecuánime en sus valoraciones. No hace falta compartir todas sus opiniones –lo que nunca es posible con nadie-, para deplorar la ausencia de su voz en su casa, España. Fue terrible.