Ignacio Varela-El Confidencial
Contemplando el espectáculo, sentí un escalofrío. Esta no era la basura habitual que en los últimos años ha convertido esa tribuna en un lodazal: era basura radiactiva. Máximo peligro
La mañana del miércoles comenzó con la noticia de la aparición súbita e inesperada (¿para todos?) de 12.000 muertos más por el coronavirus. Cuando hace semanas se alcanzó por primera vez esa cifra, nos resultó insoportable. Esta vez, el recuento ha pasado en un solo día de 28.000 fallecidos a más de 40.000, y lo deglutimos sin pestañear. Aún nadie se ha molestado en dar una explicación convincente del descalabro estadístico y sanitario.
Después vino la sesión del Congreso en la que se rebasaron todos los límites de la prudencia y la razón. Para celebrar el luto oficial, actuaron en primer lugar los teloneros, Casado y Sánchez, que interpretaron el rutinario intercambio de naderías inculpatorias que les escriben sus negros. Después aparecieron los pesos pesados: Cayetana y Pablo, la marquesa y el corsario. Esta vez con piezas redactadas por ellos mismos, faltaría más. Contemplando el espectáculo, sentí un escalofrío. Esta no era la basura habitual que en los últimos años ha convertido esa tribuna en un lodazal: era basura radiactiva. Máximo peligro.
Cayetana Álvarez de Toledo y Pablo Iglesias tienen varias cosas en común. Una y otro superan de largo en sofisticación intelectual a casi todos los que los rodean en sus respectivas banderías. Son de los escasísimos políticos en activo capaces de realizar, si quisieran, un debate ideológico merecedor de tal nombre. No eligen la brocha gorda por falta de recursos, sino por fría premeditación. Además, ambos tienen una opinión superlativa de sí mismos y un desprecio inocultable por sus colegas (empezando por sus jefes). Por último, los dos han leído historia de España y saben muy bien adónde condujeron en el pasado actuaciones como las suyas. Son la cara y el envés de la España del eterno rencor, y se nota que disfrutan del papel.
Si no lo han hecho, les recomiendo que se tomen un antivomitivo y lo vean. Si además tienen curiosidad histórica, busquen algunos de los enfrentamientos furibundos entre José Calvo Sotelo y Dolores Ibárruri en las Cortes del año 1936 (unos días después, él fue acribillado por unos cernícalos, y tres años más tarde, ella se fue al exilio durante 40 años). Encontrarán similitudes estremecedoras en el tono, en el vocabulario y en los ademanes.
Se suponía que era una interpelación de la portavoz parlamentaria del PP al vicepresidente sobre la gestión de la pandemia. Nada que ver con lo que ocurrió. No he encontrado en los discursos una sola alusión a la crisis sanitaria. No aparecieron para nada palabras como virus, contagio o salud pública. No existieron ni los más de 40.000 muertos del coronavirus ni los seis millones de parados que tendremos al final del año. Las palabras más repetidas —palabras como pedradas— fueron añejas y peligrosas: fascismo, comunismo, terrorismo, ETA, dictadura.
La portavoz del PP no hizo un discurso político sino un encadenamiento febril de insultos personales desnudos de toda pretensión argumental: cientos de adjetivos y ningún sustantivo. Todo para llegar al momento culminante, el golpe de efecto definitivo, cuidadosamente estudiado: Pablo Iglesias es el hijo de un terrorista. Ovación en la grada de la ultrasur.
Lo peor fue comprobar que lo traían escrito de casa. No fue un calentón, sino un plan preconcebido a ambos lados de la barricada
El vicepresidente olvidó por completo su papel institucional y respondió con una tonelada de grosera demagogia izquierdista (¿por qué tantos “señora marquesa” y ningún “señora diputada”?), para lanzar su propia bomba fétida: el PP está reproduciendo el camino de Fraga a la inversa, de la Constitución a las penas de muerte. Calumnia sobre calumnia.
Lo peor fue comprobar que lo traían escrito de casa. No fue un calentón, sino un plan preconcebido a ambos lados de la barricada. Pensándolo bien, aún peor fue la reacción de la Cámara. Los aplausos más entusiastas a Cayetana vinieron de la bancada de Vox. Los más enérgicos gestos de aprobación a la soflama incendiaria de Iglesias, de los socialistas.
Da la impresión de que Vox ha encontrado en Álvarez de Toledo el liderazgo que Abascal no alcanza a ofrecer; y Pablo Iglesias enardece a los del PSOE en mucho mayor grado que el robótico Sánchez. En cualquier otra circunstancia, ese discurso del caudillo podemita habría escandalizado a los diputados socialistas. El miércoles se los veía disfrutar de la casquería, sedientos de la dosis diaria de sectarismo a la que los ha acostumbrado su jefe.
En estos meses de cohabitación gubernamental, Podemos ha aprehendido muy poco de la cultura socialdemócrata, pero el PSOE se está contaminando de populismo hasta los huesos. Por ello, a la larga, el triunfador ideológico de ese casamiento será Pablo Iglesias. Él lo sabe y lo administra con la perspectiva estratégica de la que carece por completo su socio menchevique. Algo parecido terminará sucediendo en el espacio de la derecha si el PP persiste en su extravío.
Pablo obsequió a su pareja de baile, Cayetana, con una retahíla de ejemplos de lo que, según él, es “servir a España”. Por supuesto, se atribuyó todos ellos en régimen de monopolio y se los negó radicalmente a su rival. Se le olvidó el más importante: señora marquesa, servir a España es… exactamente lo contrario de lo que usted y yo estamos haciendo aquí y ahora.
Naturalmente, la instalación de la furia cainita no es cosa de un solo día. En España, cuando ese grifo se abre, el goteo se convierte pronto en torrente incontenible. Ayer, el demagogo repitió la jugada en la mal llamada comisión para la reconstrucción, que a este paso será un nuevo escenario malsano de la destrucción de la convivencia. No sé si hay alguien en Vox que sueña con un golpe de Estado, pero hasta ahora no lo han intentado. Quienes sí lo consumaron fueron, entre otros, los camaradas progresistas de ERC hace dos años y medio. Y según sus palabras, “ho tornarem a fer”… con la segura ayuda del señor vicepresidente del Gobierno de España
En esta sociedad doliente y asustada, entre la calamidad de la pandemia y la catástrofe de la depresión económica, el Ejecutivo y su terminales mediáticas se emplean a fondo en difundir la idea sediciosa de que varias instituciones del Estado —incluyendo la policía y los jueces— conspiran para derrocar al Gobierno legítimo. Y la oposición acusa al Gobierno de preparar un golpe para secuestrar al Estado y reventarlo desde dentro. Al lado de esta gente, Trump y Bolsonaro parecen apóstoles de la concordia.
En el peor momento de España, el Congreso de los Diputados se ha convertido en un Chernóbil político. Sigamos así unos meses más y tendremos por delante un par de décadas para arrepentirnos. Qué miedo.