Manuel Montero-El Correo

El electorado no exige a Bildu arrepentimientos respecto a su historia violenta. Por lo que se ve, una sociedad satisfecha al 88% no necesita la ética

Según la encuesta publicada hace unas semanas por EL CORREO, el 88% de los vascos asegura que aquí se vive bien o muy bien. Este grado de satisfacción explica que las elecciones no hayan resultado convulsas y que el electorado haya refrendado las opciones gubernamentales. El lehendakari buscaba la mayoría absoluta y, si sigue la alianza previsible, la tendrá. Elaborar presupuestos dejará de ser una cruz.

La abstención, de grado desconocido, se ha achacado al verano y a que el coronavirus nos ha dejado de un aire. A lo mejor, pero en Galicia pasaba lo mismo y subió la participación. En el País Vasco habrá influido el convencimiento general de la victoria del PNV y de la continuidad de la alianza gubernamental, que no ha sido seriamente cuestionada. Además, no había la tensión identitaria de otros tiempos. Eran pocos los estímulos para salir del agostamiento pandémico.

Las novedades que han traído estas elecciones son fruto de asuntos colaterales, apenas relacionados con la disputa por el poder autonómico. La foto final es el resultado de batallas diferentes.

Bildu sube en votos pese a la abstención. Come terreno al PNV en su lucha por el nacionalismo, con la paradoja de que tal acercamiento no se debe a su perfil nacionalista sino al social/progresista, pues se ha llevado votos que ha perdido Podemos. En su disputa con el nacionalismo moderado todavía tiene margen para subir… sin disputar votos nacionalistas.

El electorado no exige a Bildu arrepentimientos respecto a su historia violenta. Por lo que se ve, una sociedad satisfecha al 88% no necesita la ética.

Si PSOE y Podemos hubiesen mejorado posiciones lo celebrarían como un refrendo a la alianza Sánchez e Iglesias, pero electoralmente no está cuajando. El gran batacazo ha correspondido a Podemos, que pierde la mitad de los votos de hace cuatro años. Tiene que dar vértigo si intentas asaltar el cielo y vas hacia el suelo.

No rentabiliza la presencia «revolucionaria» en el Gobierno y quizás le resulta fatal la sobreactuación de su líder -que no deja sitio a ningún segundo-, máxime cuando la verborrea tremendista no sugiere capacidad de gestión. Confiar en que el votante se movilice a partir de teorías conspirativas y de la confusa y absurda historia de la tarjeta de un móvil de una colaboradora de Pablo -el principal asunto podemita durante la campaña- es tenerlo en un concepto precario.

Ha sorprendido al PSOE que los votos perdidos por Podemos no hayan marchado a sus filas, pero ya sucedió en las elecciones andaluzas. En este caso, se han ido a Bildu o a la abstención: tampoco se los han llevado en Galicia, donde Podemos se desploma. Si la podemización socialista tiene como objetivo hacerse con estos votos, la prestidigitación anuncia desastre. Tampoco el PSOE ha rentabilizado su presidencia del Gobierno.

Podemos anuncia autocrítica. Si sucede como otras veces, purgará a los discordantes. Las auténticas autocríticas suelen llegar cuando se escriben las necrológicas del partido. Dan en epitafio.

El PP vivía su batalla particular y se diría que parte de sus votantes se ha quedado en casa o apoyado al PNV, ahora que aquí se vive bien o muy bien. Al margen de los valores personales de Iturgaiz, su mensaje, de hace un par de décadas, no encaja con las problemáticas actuales. Cabía suponer que un pacto de Ciudadanos -que aquí no había levantado cabeza ni siquiera en su época de esplendor nacional- implicaba alguna moderación, por lo que ponerlo bajo la advocación de un político al que se asocia con lo contrario era una jugada estrepitosa. Casado sabrá. Aunque quizás no.

El logro de Vox haciéndose con un parlamentario y 17.000 votos -un 1,96% en tiempos de gran abstención- no es el gran vuelco que anuncia su líder. Menos aún se entiende el alarmismo democrático, que da por buenos los 22 parlamentarios de Bildu, a los que la cercanía a la violencia no se les supone, pues está bien probada.

Lo llamativo del caso es que con tantas batallas paralelas, el sistema de partidos al que hemos llegado, sin estar blindado, presenta una solidez desconocida desde hace más de dos décadas. PNV y PSOE no compiten entre sí -importante en una coalición- y sus posiciones parecen asentadas. Sólo se resquebrajaría el tándem transversal por decisiones propias, que serían impropias. Es decir, si el PNV opta por una alianza soberanista, con el riesgo de perderse en la agresividad radical. O si el PSE se lanzase a un inverosímil pacto de izquierdas en el que Bildu y Podemos se lo merienden. Como aquí se vive bien o muy bien, la ciudadanía no tragaría aventuras de ese tipo.

PNV y PSOE quedan condenados a entenderse. Quizás haya saltado el amor, pues el roce hace el cariño, pero los matrimonios de conveniencia tienen la ventaja de que se ahorran las pasiones.