Ignacio Camacho-ABC

  • Ese gesto de repudio que con tanta prisa reclama el Ejecutivo es el método para dejar la Corona pendiente de un hilo

Ha tenido que ser Felipe González quien reclame la presunción de inocencia para el Rey Juan Carlos. El expresidente está autoconfinado en Extremadura porque no se fía de los rebrotes a sus 78 años, pero desde el encierro es capaz de ver un horizonte más largo que la mayoría de los dirigentes contemporáneos. Y sabe que el alboroto sobre los dineros del Monarca obedece, en primer lugar, a un chantaje de Corinna y sus abogados, y en segundo a un intento oportunista de acabar con su legado y aislar a su heredero como un ilustre rehén en Palacio. El asunto de las cuentas suizas y panameñas deja en muy mal lugar a su probable beneficiario, pero la responsabilidad política quedó

sustanciada con la abdicación, la penal es dudosa y en todo caso falta por conocer su versión, que obviamente no dará hasta que llegue el momento procesal adecuado. González, perro viejo, entiende que las prisas del Gobierno por desalojar de La Zarzuela -y tal vez echar de España- al Emérito responden al deseo de debilitar el liderazgo de Felipe VI, y sospecha que ceder demasiado pronto a la presión sería un error estratégico. Porque Juan Carlos no es el objetivo sino el cebo de una operación de caza mayor que tiene a la Corona como auténtico trofeo. Es decir, a la Constitución que se desplomaría entera si cede la bóveda del Artículo Primero.

Ese gesto de repudio que con tanta urgencia reclama el Ejecutivo es el mecanismo para dejar al Rey actual pendiente de un hilo que, naturalmente, sostendría el mismo personaje que sugiere para su progenitor el camino del exilio. Es significativo que nadie en el Gabinete haya tenido hacia la Transición una palabra de reconocimiento mínimo, siquiera para ponderar en abstracto su valor político. Tampoco es casualidad que ese silencio despectivo coincida con la revisión crítica del gonzalismo emprendida por Podemos con la tolerancia de su propio partido. El aire de refundación que inspira este mandato apunta hacia una nueva legitimidad de corte republicano en la que la monarquía vigente desempeñaría un papel de tránsito, una especie de hueca representación institucional con rasgos de interinato. Un mero símbolo protocolario del pasado que, desprovisto de facto de la función constitucional de arbitraje y despojado de entronque dinástico, en cualquier bandazo podría salir despedido por la borda del Estado.

Anticiparle una condena moral al juancarlismo significaría un potente mensaje de ejemplaridad con efectos secundarios. Por un lado, la demostración de un compromiso ético tajante; por otro, un salto al vacío que situaría al Trono en evidente posición de desanclaje. Así es desde el principio este reinado, un ejercicio de funambulismo en el que Don Felipe camina sobre un cable de alto voltaje cargado con el lastre de los errores de su padre. Sólo que ahora el encargado de sujetar la red de seguridad es Sánchez. Como para fiarse.