FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • El escenario internacional es un territorio salvaje donde las leyes son poco más que piadosos deseos y prevalecen la fuerza y los crudos intereses

La guerra es horrible. Quien la aborrece tiene dos obligaciones: evitar con todas sus fuerzas iniciarla y, cuando ya se ha declarado, tratar con todas sus fuerzas de ganarla. Así que es absurdo llamar “belicistas” a los que se defienden de una agresión en Ucrania y piden refuerzos y ayuda internacional. Los belicistas, es decir, los propagandistas de las ventajas de la guerra, son quienes abogan por el diálogo con el que viene a matarnos o recomiendan rendirse ante el más fuerte: son esos los que demuestran lo rentable de inspirar terror por medios violentos. Como dijo Max Frisch: “Peor que el ruido de las botas es el silencio de las zapatillas”. Pero quien se revuelve contra el atacante sin tregua ni descanso pese a ser más débil es el que prueba que la fuerza bruta no lo es todo. Aunque los ucranios no sean ángeles, están padeciendo injusticia feroz, igual que llevar minifalda provocativa —lo es, lo es— no justifica al abusador. El derecho a no ser agredido no proviene de la virtud moral o la prudencia política, sino de la ley civilizada,

Lo malo es que el escenario internacional es un territorio salvaje donde las leyes son poco más que piadosos deseos y prevalecen la fuerza y los crudos intereses. Ahora la potencia nuclear no es un elemento disuasorio, como lo fue durante la Guerra Fría, sino la garantía de impunidad para el peor tirano de la farsa (ya sé que todos los que tienen la Bomba deben ser mirados con recelo, pero Vladímir Putin se lleva la palma en el ranking de lo políticamente detestable). De modo que los antibelicistas tendrán que resguardarse en alianzas protectoras —bendita OTAN— y fortificarse cuanto puedan para que atacarles sea mal negocio. Según John Mearsheimer: “en nuestro mundo anárquico vale más ser Godzilla que Bambi”. Ojalá haya un modelo intermedio…