Benedicto XVI, siervo de los siervos de Dios

JAVIER RUPÉREZ, EL IMPARCIAL 15/02/13

· Al renunciar a la silla de Pedro el Papa Benedicto XVI ha tenido la grandeza, y la humildad, de anteponer las exigencias del ministerio a cualquier tipo de interés personal. Es esa voluntad de realzar el significado de la Sede Apostólica por encima de cualquier otra consideración la que concede al acto de su renuncia una profunda verdad espiritual y humana.

Parece evidente concluir que en su decisión, marcada por ese reconocimiento de la progresiva incapacidad física y mental, ha debido influir el recuerdo de lo ocurrido con Juan Pablo II, cuya larga agonía fue motivo tanto de inspiración como de angustia para todo el mundo, fuera o no católico. Pero en el gesto de Benedicto no hay el más mínimo rastro de recuerdo o crítica a aquella traumática e iluminadora experiencia. Aquel, el de apurar el sufrimiento hasta los posos, fue uno de los caminos posibles. Este, que seguramente habrá comportado también incertidumbres y ansiedades, es otro, que por novedoso y desprendido merece noticia, reconocimiento y comprensión. En la manera sutil que ha caracterizado la expresión de este dimisionario Papa, el mensaje resuena con claridad: importa la Sede, su función, su alcance y si la persona que la desempeña no puede estar a las alturas de sus exigencias es mejor interpretar la voluntad divina en el camino de la renuncia y no en el de la extenuación.

Se han apresurado los historiadores eclesiásticos a subrayar al carácter insólito de la decisión, recordando que el precedente mas inmediato tuvo lugar hace más de seis siglos. Y en circunstancias por lo demás radicalmente diferentes. Y será este de la renuncia el que quede en la memoria de muchos como el rasgo más destacado de un pontificado que, dada la edad del cardenal Ratzinger al ser elegido Papa, se anunciaba corto e intrascendente. Como se hubiera de tratarse de un interregno necesario tras el constante ajetreo personal y mediático al que nos había acostumbrado el largo y fructífero reinado de su antecesor, Juan Pablo II.

Pero en realidad ha sido este un pontificado nada anónimo, marcado por una intensa voluntad de afirmación teológica -lo que todos esperaban, dados los antecedentes intelectuales del cardenal alemán- pero también por una estricta capacidad disciplinaria- que pocos creían pudiera proceder de un hombre mayor y frágil- y por una paralela disposición pastoral -que nadie concedía a un intelectual desde hacía décadas sumido en las interioridades vaticanas-.De lo ultimo da testimonio bastante su paso por Madrid, en el verano del año 2011, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. De lo segundo, la determinación con la que hizo frente al escándalo de los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes católicos. De lo primero sus tres encíclicas y el ciclo de libros sobre la figura de Jesús, una reflexión imprescindible para todos aquellos que quieran profundizar en la belleza del mensaje evangélico.

Este hombre pequeño y mayor, de mirada penetrante y tímida sonrisa, que parecía deambular por el mundo sin rozar vestiduras o sensibilidades de nadie-aunque no siempre lo consiguiera, dicho sea de paso- dado a la matización y al distingo, ha dirigido el catolicismo con acierto no exento de contundencia durante una época delicada en el mundo y en su propia y todavía abundante grey, en la que la secularización hace estragos y la pureza doctrinal no es la de otros y mejores tiempos. Pero cede intacto el testigo rocoso sobre el que asienta la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Corresponderá a su sucesor —¿quizás alguien procedente de otro continente que no sea el europeo, por primera vez en la historia del milenio?- continuar con el difícil empeño de la nueva evangelización, el verdadero reto para el cristianismo en el siglo XXI. Terreno este en el que será difícil olvidar la precursora lucidez del Papa que ahora se retira.

Multitud son los que intentan obtener lecciones políticas de la decisión papal y llevando el agua al personal molino la aplican a tal o cual dirigente político, con la intención implícita, a veces harto explícita, de animarle a seguir por el propio camino. Pero no parece que el Papa, que hizo de San Benito, el santo europeo por excelencia, su guía y patrón, quisiera que nadie obtuviera propuestas ejemplares de su conducta. Allá cada cual con su responsabilidad. Bastante tuvo con anunciar su espectacular decisión en latín, con voz apenas audible, ante un auditorio limitado a unos cuantos cardenales de la curia romana. Otros- el Presidente socialista francés, una dirigente socialista española, en previsible sintonía- han tenido el mal gusto de aprovechar el momento para caer en la broma anticlerical que tienen como torpe reflejo condicionado siempre que se trata de comentar noticias relacionadas con el catolicismo. La manifestación de indigencia intelectual es sólo comparable a su estulticia moral. Ante la renuncia de un notable personaje de mundo contemporáneo, que tiene a su cargo la dirección espiritual de más de mil millones de seres humanos, ¿no se les ocurre otra cosa que escupir un chascarrillo barriobajero?

En la estela de Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, Benedicto XVI, el Papa que todos creían de transición, se inscribe en la mejor memoria de una Iglesia al tiempo tradicional y moderna. No en vano todos ellos son a la vez padres e hijos del Concilio Vaticano II. Hay mucho que recordar de Ratzinger, el cardenal alemán que dentro de pocos días dejará de ser Papa. Y no sólo su renuncia.

JAVIER RUPÉREZ, EL IMPARCIAL 15/02/13