Félix de Azua-El País
- La presencia constante de empleados del Gobierno parloteando en todos los medios de difusión ha facilitado elucidar algunos puntos. A mí me ha permitido entender por fin qué quiere decir “ser progresista”
No todo es tan malo en la desdichada peste. Algunas prácticas han resultado útiles. La presencia constante de empleados del Gobierno parloteando en todos los medios de difusión ha facilitado elucidar algunos puntos. A mí me ha permitido entender por fin qué quiere decir “ser progresista”.
Desde que los burgueses del siglo XVIII inventaron la noción de “progreso” hasta su uso por parte de los doctrinarios actuales, siempre albergué dudas. Ahora lo veo claro. Es progresista apoyar a los herederos del terrorismo vasco y tenerlos como aliados allí donde se dejen. Es progresista buscar la ayuda de los reaccionarios catalanes y aceptar su propósito de empujar a los españoles al mar. Es progresista llamar “okupación” al robo legal de viviendas, negocio de mafias que oficialmente no existen. Es progresista hundir a España al último lugar de Europa en la reducción de la plaga y al primero por número de muertos. Progresista es cobrar en negro de matarifes como Maduro o los ayatolás iraníes.
En fin, hay mucho más, pero, chico, se me han quitado las ganas de ser progresista, ese vicio de toda la casta política española. Toda ella, porque cuando los así llamados conservadores se pusieron progresistas aprovecharon para despedir a la única mujer con talento que les quedaba. La capacidad para soportar la inteligencia en ese partido gallináceo es de las más escasas del hemisferio sur.
Lástima: era la ocasión para ampliar el frágil negocio del turismo con una industria cultural seductora y complementaria, para lo cual es imprescindible una educación seria. Menos tabernas, más escuelas, menos botellones, más esfuerzo mental. Podría ser un lema para empezar a corregir el progresismo, o sea, la secular vagancia española