El político más influyente en la historia italiana de los últimos treinta años. Un resumen con el que parece existir general consenso a la hora de describir la singladura vital de Silvio Berlusconi, despedido esta semana con un fastuoso funeral de Estado en el Duomo de Milán. El hombre que presidió el sepelio de las elites italianas surgidas al final de la II Guerra Mundial, tras la quiebra del viejo sistema de partidos –desde la CD de Andreotti hasta el PSI de Craxi, pasando por el PCI de Berlinguer-, corrompido hasta la médula, a manos de los jueces de “Mani pulite”. Aquel sistema podrido vino a ser sustituido por un personaje inclasificable, empresario, showman, político, entre otras muchas cosas, un tipo en torno al cual se estructuró la política y la sociedad italiana a partir de mediados de los noventa, un “demagogo corruptor” (Montanelli) capaz de polarizar la sociedad entre partidarios y opositores, entre amigos y enemigos. El toque a rebato de un país harto de robo y despilfarro, que decidió poner sus esperanzas en un mafioso, un outsider, un logrero simpático y libertino, un delincuente vocacional que llegó dispuesto a hacer tabla rasa de lo viejo enterrando el centro y entronizando los extremos.
La creencia ilusoria de ese italiano medio que pensó, pensaba, que un empresario rico no se corrompería, no necesitaría robar porque ya era millonario y podía dedicarse a sanear el país. Maurizio Cotta, profesor de ciencia política en Siena, ha dicho que el éxito de Berlusconi se basó en entender como nadie la psique del italiano medio al que supo hablar “alla pancia” (al estómago), supo atiborrar de promesas generalmente incumplidas, pero al que no dio jamás lecciones de moral y del que, de alguna forma, se convirtió en modelo, hombre de éxito rodeado de lujo disparatado y desvergüenza sin límites, de servidores y de putas, de sabandijas y aduladores. Un farsante, en muchas cosas parecido a nuestro Sánchez, dispuesto a vender al pueblo llano el ideal de un ilusorio “sueño italiano”, un relato totalmente falso, pero a quien una amplia mayoría estaba dispuesta a perdonar porque sencillamente era simpático y caía bien, Silvio no sermoneaba, era cercano y “votable”, divertía con sus excentricidades y alienaba con el majestuoso uso de ese arma de destrucción masiva que para él fue la televisión, el uso de las redes sociales antes de que aparecieran, el entretenimiento alejado de cualquier pretensión cultural, el vulgar lavado de cerebro centrado en la vida de personas igualmente vulgares.
Sería difícil explicar en un foro internacional el hecho de que los Gobiernos españoles decidieran un día poner en manos extranjeras el control de los dos grandes grupos de televisión que durante las últimas tres décadas han moldeado la conciencia de las clases medias hispanas
Berlusconi desembarca en España a finales de los ochenta de la mano del PSOE, partido al que le unían tantas cosas. El Gobierno de Felipe hace un reparto de las televisiones privadas y crea un canal, Telecinco, en el que gente afín a Alfonso Guerra incrusta a Berlusconi, la ONCE y la editorial Anaya, entre otros, pero cuya batuta se entrega a los italianos porque eran los únicos que sabían hacer televisión. De la mano de Lazarov y sus “Mamá chicho” (“Mamá, Chicho me toca / me toca cada vez más”), el éxito acompañó desde el principio al canal gestionado por Mediaset España o la obscena exhibición de un modelo televisivo pensado por un extranjero para enriquecerse a calzón quitado sin el menor compromiso con el país anfitrión. Casi todas las cosas malas que ocurren en este país tienen que ver con la pobre calidad de una clase política dispuesta a cualquier cosa menos a la defensa de los intereses de España. Sería difícil explicar en un foro internacional el hecho de que los Gobiernos españoles decidieran un día poner en manos extranjeras el control de los dos grandes grupos de televisión –concesiones administrativas, por lo demás- que durante las últimas tres décadas han moldeado la conciencia de las clases medias hispanas, suministrándoles el alimento con el que nutrir sus sueños, superar sus frustraciones, alterar sus valores morales, modelar su forma de juzgar las conductas, delimitar su posicionamiento político y conformar, en suma, su visión de la vida y el mundo. Uno terminó controlado al 100% por Mediaset (Berlusconi), y el otro, Atresmedia, por el grupo De Agostini y, en menor porcentaje, por el alemán Bertelsmann. ¿Sería posible imaginar que las dos grandes cadenas de televisión privada italianas hubieran estado durante los últimos treinta años en manos de grupos españoles? Esta aberración, en términos de país, ha tenido lugar en España, una de las grandes economías de la UE, con uno de los idiomas de mayor proyección mundial y con intereses de todo tipo que defender en grandes zonas del planeta.
Los Gobiernos españoles han cavado profundamente la trinchera de su indignidad en lo que al negocio de la comunicación se refiere, en general, y al de la televisión, en particular, contribuyendo a abrillantar las cuentas de resultados de ambos grupos por el sencillo método de vetar la emisión de publicidad comercial en la cadena pública RTVE, cuyos déficits siguen cubriendo los impuestos de los ciudadanos vía PGE, publicidad que iba directamente a engrosar la facturación de Telecinco y Antena3 hasta el punto de que los 400 millones que ambas se repartían al final de cada ejercicio se correspondían, muy grosso modo, con los millones que TVE dejaba de ingresar por decisión política. Han regalado las licencias a capos extranjeros y les han llenado los bolsillos, han contribuido a hacerles aún más ricos, al punto de que solo desde 2011 a esta parte Mediaset España ha registrado beneficios acumulados por importe de más de 1.700 millones y ha repatriado a Italia la parte del león de los mismos. Algún año hubo en que el amigo Paolo Vasile, el hombre de Berlusconi en España, repartió el 110% del beneficio, porque se trataba de exprimir la teta de la vaca hasta dejarla exhausta.
¿Y qué han hecho a cambio los Vasile, Carlotti (primero en Telecinco, después en Antena3) y compañía? Mofarse de los españoles cuando, al caer el viernes, se dirigían a Barajas para embarcar con destino a Roma y Milán donde iban a pasar el fin de semana. En España dejaban la “mierda” enlatada que iban a esparcir, la telebasura con la que iban a anegar los millones de hogares esparcidos por las cuatro esquinas del país, la petrificada España rural sin más alimento que llevarse a la boca, pero también la droga que consumían grandes capas de población urbana enchufadas al “Sálvame”, los ríos de lágrimas de Belén Esteban, la “reina del pueblo”, los sofocos de la Pantoja, las reflexiones epistemológicas de Matamoros, los arreones sexuales de gente sin dos dedos de frente en “Gran Hermano”, “Supervivientes”, “La Isla de las Tentaciones”, el sexo como argumento supremo abrasando cualquier sentido del recato o la simple vergüenza, ¿Qué sentido tiene esforzarse en estudiar una carrera, superar exámenes, adquirir currículum, crecer asumiendo la responsabilidad de tus actos, cuando un mozo bien plantado o una moza con buenas tetas podían ganar fama y dinero ejerciendo el oficio más viejo del mundo bajo la protección de un simple edredón en Guadalix? Esta es la mercancía que estos canallas han vendido en España. Han hecho algo peor, porque Vasile convirtió Telecinco en su laboratorio (“lo mismo nos hemos pasado un poco con “Hotel Glam”, llegó a decir), hizo aquí sus experimentos, emitió programas que no se atrevía a pasar en Italia, experimentó formatos que luego exportó a otros países. España como cobaya de todas las inmundicias, a menudo una única inmundicia repetida en distintos formatos a lo largo de la parrilla y hasta el final de la noche.
La Sexta y Mauricio Carlotti, con la bendición de Rajoy, dan luz a ese invento llamado Podemos, un monstruo que creció tanto, de forma tan amenazadora, que fue necesario proceder a su voladura, proceso ahora en marcha de la mano precisamente de quien lo encumbró, García Ferreras, el hombre de Florentino Pérez, eximio capo del “establishment” madrileño
Casi treinta años galleando y presumiendo y despreciando, desde el Rey al presidente del Gobierno, porque todos estaban en sus manos o tal parecía, todos terminaban acudiendo a pedir la protección de sus telediarios cuando llegaban elecciones o estallaba algún escándalo de corrupción. Hubo dos cadenas de televisión, dos cadenas de nuevo cuño, que quebraron a consecuencia de la mala gestión. Hubiera sido el momento de ponerlas en manos de grupos españoles dispuesto a competir con los capos transalpinos. Pero no, el Gobierno Zapatero se las ingenió en 2011 para salvar la vida a Prisa, una vez más, enchufando Cuatro a Telecinco, y en 2012, nada más llegar al poder, Rajoy se apresuró, de la mano de su ama de llaves Soraya, con el aliento en la nuca del nunca suficientemente glosado Mauricio Casals, para que Atresmedia se hiciera con La Sexta, suprema paradoja de esta derecha boba española que se cree tan lista que vamos a aprovechar, vamos a utilizar La Sexta, con ayuda de Mauricio, para inventarnos un competidor al socialismo por su izquierda, a ver si así terminamos de joder al PSOE de una vez por todas.
Y es así como La Sexta interviene decisivamente en la política española. Si la democracia fue definida en su día por el teórico británico A. V. Dicey (un constitucionalista quepopularizó la expresión “rule of law”) como un Gobierno de opinión, en nuestros días “el pueblo soberano opina sobre todo de acuerdo con la forma con que la televisión le induce a opinar” (Giovanni Sartori). La Sexta y Mauricio Carlotti, con la bendición de Rajoy, dan luz a ese invento llamado Podemos, un monstruo que creció tanto, de forma tan amenazadora, que fue necesario proceder a su voladura, proceso ahora en marcha de la mano precisamente de quien lo encumbró, García Ferreras, el hombre de Florentino Pérez, eximio capo del “establishment” madrileño. ¿Resultado final? Un duopolio televisivo perfecto o todas las televisiones, incluida la pública TVE, al servicio de la izquierda. En la última década hemos asistido así al espectáculo impúdico de una telebasura que cual lluvia fina ha ido filtrando en la sesera de la gente común los dogmas de esa izquierda enemiga del crecimiento, dispuesta a entronizar al Estado como supremo hacedor, a rechazar la responsabilidad individual, a huir del riesgo, a renegar del esfuerzo y a aceptar los mantras del mundo woke, la ideología de género, el cambio climático, la igualdad por pelotas y, por supuesto, el universo LGTBI…
Difícil saber cuánto ha tenido que ver en la malformación de la sociedad española, en la quiebra de valores, en la pérdida de referentes morales, la pestilente “mercancía” que durante décadas le han ido suministrando todos los días, todas las semanas, todos los meses del año, unas cadenas, y unos propietarios detrás, cuyo único objetivo era hacerse ricos a cualquier precio
Difícil saber cuánto ha tenido que ver en la malformación de la sociedad española, en la quiebra de valores, en la pérdida de referentes morales, la pestilente “mercancía” que durante décadas le han ido suministrando todos los días, todas las semanas, todos los meses del año, unas cadenas, y unos propietarios detrás, cuyo único objetivo era hacerse ricos a cualquier precio. Una sociedad tan tiesa de criterio, tan yerma de sentido de la vergüenza ajena, que todos los días contempla en Cuatro cómo españoles de cualquier edad, a menudo simples ancianos, se ponen ante las cámaras dispuestos a mostrar el desolado territorio de sus vidas vacías, los surcos que en el alma ha ido crenado el río seco de la ausencia de afectos, la falta de amor, dispuestos todos a encontrar pareja cenando espaguetis sin saber siquiera manejar los cubiertos, mientras el cínico Sobera vende la apuesta como la octava maravilla del mundo. Ambas cadenas están de capa caída, en realidad amenazan ruina, prisioneras de un negocio más que maduro abandonado por las nuevas generaciones, por esa gente joven que no ve Antena3 y mucho menos Telecinco. Caen los espectadores y ceden los ingresos. La crisis es tan intensa que hasta Jorge Javier Vázquez, epítome de los días de esplendor de la telebasura, el chico que acertó al calificarse de “rojo y maricón” y a quien la desnortada izquierda patria ha pretendido convertir en orate, guía o faro de esos valores “líquidos” que defiende, ha sido despedido de Telecinco.
Las cosas parecían haber tomado un giro distinto cuando, hace escasas fechas, Borja Prado desembarcó en la cúpula de Mediaset España poniendo fin a la grosera exhibición de chabacanería diaria de Jorge Javier y al reinado incontestado del propio Vasile, “el virrey de Berlusconi en España”, según lo definía ayer aquí Gregorio Morán, “el ideólogo arrogante que nunca escribirá un libro”. Las últimas noticias parecen indicar, sin embargo, que Prado quedará relegado a funciones de mera representación institucional, lo que equivale a decir que el grupo italiano no está dispuesto a abandonar esa telebasura que tan buenos réditos le ha producido en España y tan graves heridas ha dejado en el inconsciente colectivo del español medio. Habrá que ver qué hacen los hijos del difunto con el imperio levantado por su padre, a quien, como epitafio, cabe la sentencia de Roberto Sabiano, citada ayer por Morán, según la cual “la santificación política de Berlusconi es una vergüenza democrática y un insulto a la verdad”. Y una ocasión para que la clase política española recupere algo de la dignidad perdida.