En la fértil hagiografía de Mao Zedong, figura la audiencia a unos jóvenes comunistas latinoamericanos. Impresionados por lo visto, habiendo llegado la víspera, el Gran Timonel quiso averiguar cuántas jornadas más se quedarían. Respondiéndoles que al día siguiente se marchaban, éste se lamentó: «¿Tan pronto? A eso lo llamamos mirar las flores al galope. Espero que vuelvan y puedan contemplarlas apeados del caballo. Les aseguro que existe una gran diferencia». Ese sentido de la mirada del pueblo chino se corresponde con su particular medición del tiempo. Ello explica igualmente que su ministro de Exteriores, Zhouen-Lai, al ser interpelado por el presidente Giscard d’Estaing sobre la Revolución Francesa, arguyera: «Es pronto. Falta perspectiva».
Aunque hay versiones que aseveran que, en realidad, se trató de un malentendido y que el canciller chino interpretó que lo que su interlocutor quería saber era su opinión sobre la revuelta estudiantil de Mayo de 1968, la salida de Zhouen-Lai ilustra el modo tardo de escrutar el devenir histórico por parte de una milenaria civilización. Sin llegar a esa extremada premiosidad, no cabe duda de que hay que ser prudentes y rehuir tesis categóricas a la hora de justipreciar el desenlace y las secuelas del seísmo electoral del último domingo de abril.
Siendo indubitado el triunfo personal y político de Pedro Sánchez, al que todo le ha salido a pedir de boca, no despeja muchas de las incertidumbres albergadas la víspera de la apertura de las urnas. Es cierto que, después de un embarazo electoral de nueve meses bajo los cuidados del Presupuesto y en el que el PSOE ha sido capaz de elaborar un relato de alto provecho, Sánchez ha logrado desprenderse de su condición de «presidente de circunstancias» tras su moción de censura Frankenstein de junio de 2018 contra Rajoy, al igual que Zapatero en 2008 se arrancó la mácula de «presidente por accidente» de su elección a raíz de la masacre islamista de marzo de 2004 que birló a Rajoy un triunfo cantado. Pero, cuando despierte de estos días de vino y rosas, el dinosaurio todavía estará allí más engrandecido.
Su sustancial acierto estratégico ha sido darle la vuelta a una votación que se preveía marcada por la cuestión nacional tras el intento de golpe de Estado del 1-O de 2017 en Cataluña y de sus cesiones al independentismo plasmadas en el documento de claudicación que el presidente del Gobierno suscribió a pachas con Torra, «el Le Pen catalán» (Sánchez dixit), en Pedralbes, y derivarlas al terreno clásico de la confrontación entre izquierda y derecha. Campo de batalla este en el que los socialistas se mueven como pez en el agua. Agitó para ello el voto del miedo –un clásico del PSOE desde el dóberman de González contra Aznar– con el espantajo esta vez de «¡que viene la ultraderecha!». Explotando la irrupción de Vox en las elecciones andaluzas de tres meses antes al calor de la rebelión secesionista, Sánchez se ha valido de la muleta de la derecha airada para tapar a sus socios independentistas y estoquear el centroderecha descabellando al PP.
A resultas de todo ello, aquello que parecía que iba a enterrar el proceso catalán ha salido indemne. Si la caída del Muro de Berlín y el desplome soviético reintegraron al comunismo una condición primitiva de utopía que, sepultados sus crímenes y miserias bajo los cascajos, le valió salir bien parado de sí mismo y alumbrar grupos fingidamente virginales como Podemos, este 28-A ha obrado con los grupos independentistas como el derrumbe del Campanile de Venecia en 1902. Cuando aterrizó con sus 96 metros a las puertas de San Marcos y, en medio de los cascotes, asomó intacta la Marangona, la campana que avisó durante siglos de sus deberes a la ciudad de los canales. Según la leyenda, lo hizo junto con seis camisas en perfecto estado que la mujer del conservador planchó el día antes, las cuales vestirían otros tantos invitados a festejar en 1912 su restauración «cómo era y dónde estaba».
Llevando el agua a su molino con su poderosa maquinaria mediática, cuasi monopolística en el ámbito televisivo, los estrategas de Sánchez sortearon el momento crítico de la concentración de febrero de la madrileña Plaza de Colón que, en primera instancia, obligó a suspender sus tratos con el Gobierno catalán por medio de un relator, como dos Estados en conflicto. Pero su traslación al corazón de Madrid del pacto a la andaluza (cogobierno PP-Cs, con asistencia parlamentaria de Vox), que había facultado unas semanas antes un cambio de régimen tras cuarenta años de hegemonía socialista, no superó el mal de altura y acabó como el rosario de la autora al no saber enfrentar la contraofensiva de una izquierda temerosa de perder lo ganado.
Estando contra las cuerdas, Sánchez logró zafarse de las ataduras y poner a la defensiva a sus rivales retratados sin orden ni concierto en Colón. A diferencia del personaje de Botibol, el protagonista del relato de Roald Dahl que se arrojó al mar para forzar que el barco parara máquinas y el tiempo de demora por las labores de salvamento le permitiera ganar su arriesgada apuesta de jugarse todos sus ahorros de dos años, sin que la anciana a la que puso por testigo avisara al capitán del crucero, el presidente reelecto ha sido rescatado y se ha encaramado a los 123 escaños. No obstante, son 14 menos que Rajoy en 2016, cuando este exhaló el canto del cisne con un PP roto y bien diferente del que le legó Aznar, paredaño con el PSOE a su izquierda y sin matojos a su derecha, tras refundarse en 1999 «Centrados en la libertad».
Esa partición del centroderecha era ya tangible por la inoperancia de Rajoy con las dos consultas ilegales del separatismo, su negligente aplicación del artículo 155 y su espantá de la moción de censura. Aquel bolso de su vicepresidenta haciendo bulto en el primer escaño del banco azul, cuando su dimisión hubiera frenado que se pudiera asaltar La Moncloa con solo 84 escaños propios le perseguirá como una pesadilla.
Por mor de todo ello, el gran perdedor del 28-A ha sido un PP que vuelve a los niveles antediluvianos de Fraga. Un seguro de eternización de González en La Moncloa, lo que le premió con honores de jefe de la oposición. Tras enfrentarse a una situación límite, Pablo Casado ha pagado el pato en diferido. Con sólo nueve meses al frente, ha actuado con la premura infatigable del conejo con chaleco de Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!». Ha carecido del sosiego que le hubiera evitado un traspiés tras otro. Pero, cuando no hay harina, todo es mohína.
Para afrontar su travesía en aguas revueltas, Casado optó por reclutar amigos, fichar candidatos que en algún caso rayaba lo estrambótico, sin fuste ni sapiencia marinera, y no supo tampoco atarse firme al palo mayor para no claudicar a los cantos de sirena de Vox. Todo ello agravado con su gesto de impotencia del viernes previo a las urnas de anunciar integrarlos en su Gobierno, tras proclamar que asumía su programa.
Para colmo, tratando de congeniarse con los barones que le hicieron la autocrítica apremiándole a que tome los derroteros del centro, el martes de resaca, en vez de enderezar el rumbo con templanza, daba otro volantazo. Tachó de «ultraderecha» a la formación cuyos votantes necesita que vuelvan a su redil y con la que está obligado a pactar tras los comicios administrativos. Al tiempo, desestabilizaba a Juanma Moreno que no vive en sí al mando de una Andalucía que necesita preservar como oro en paño tras el milagro navideño. Mejor habría hecho en insistir a los votantes de Vox en cómo han reforzado la victoria de Sánchez por los efectos de la ley D’Hondt.
En ese cruce de caminos, Ciudadanos intenta apoderarse de ese espacio pugnando por resucitar la UCD con un pequeño residuo a su derecha como lo fue la AP de Fraga que llenaba mítines, pero no urnas. Tratando de evitar la hemorragia hacia Vox, el PP ha perdido la centralidad y ese deslizamiento lo usufructúa un Cs que, paradójicamente, salió de una costilla del PSC a raíz de matrimoniarse el socialismo catalán con el nacionalismo que trocó en independentista.
En medio de este paisaje después de la batalla, hay que convenir que se despeja el horizonte de Sánchez. Pero ni mucho menos aclara el panorama nebuloso de un país en el que los 53 escaños que precisa deberá recabarlos en un avispero conformado por el bolivarianismo de Podemos –que ha perdido votos y escaños, pero gana influencia–, el soberanismo sedicente del PNV y el abiertamente separatista de ERC y Bildu. Estos pormenores pueden hacer que, con una cuarentena de escaños más, el Gobierno de Sánchez pueda ser no menos complicado y desasosegante que tras el desalojo de Rajoy. Suena a entelequia la pretensión de gobernar en solitario. Además, a diferencia de Zapatero, sus eventuales socios no van a estar por la «geometría variable» como el que juega a la gallina ciega.
Aunque habrá que aguardar al 40 de mayo para que los partidos se quiten el sayo y aclaren sus pactos, no parece factible una entente de PSOE y Cs que es la que, en verdad, garantiza la estabilidad que se reclama. Lo diga Agamenón o su porquero. Por desgracia, España no es Alemania y no domina ese principio de realidad que rige allí desde la II Guerra Mundial. Cristianodemócratas y socialdemócratas se apoyaron en los liberales cuando no alcanzaban mayoría absoluta por su cuenta sin renunciar, por razones de Estado, a la gran coalición. Ello supondría una salida constitucionalista a una encrucijada enormemente complicada para el porvenir de España.
Empero, todo advierte de que, al margen de que no haya química entre Sánchez y Rivera, triunfadores de este 28-A –con la falsa tesis doctoral del presidente electo de por medio–, el PSOE quiere reemprender la marcha con Podemos, como socio parlamentario, y construir la política territorial sobre la doble vía de ERC en Cataluña y de PNV en el País Vasco, más el añadido de Bildu. Ello deja en vía muerta la conexión PSOE-Cs, cuya suma daría una amplía estabilidad al alcanzar sobradamente los 176 de mayoría absoluta y evitaría un mercado persa a cuenta de España.
Además, Podemos, tras superar un momento muy delicado por mor del casoplón del ex vallecano Iglesias, quiere poder. Aunque lo pida de modo más recatado que en enero de 2016, cuando demandó ser vicepresidente, además de las carteras de Economía, Educación, Defensa, Interior, Justicia, el CNI y RTVE, no lo hace con menor intensidad. Es consciente de que Sánchez ha capitalizado muy bien estos nueve meses de parto hasta las generales. De momento, como si fuera la célebre «banda de los cuatro» de tiempos de Mao, encabezados por la primera dama del partido, Jiang Qing, promueve un cuarteto de ministrables para esa coalición, sin renunciar al «entrismo» –vieja añagaza trotskista– de empotrar cargos en los departamentos socialistas.
Si a ello se suma la gestión de la sentencia sobre los golpistas del 1-O, junto al referéndum que reclama ERC y la reforma estatuyente pactada por PNV y Bildu en el Parlamento vasco, estos «tiempos interesantes» no parecen aventurar plácemes que hagan vitorear: «¡Bienvenidos a tiempos interesantes!», como en el ensayo del filósofo neocomunista esloveno Slavojiek sobre su experiencia en Bolivia, sino traducir la popular maldición china: «¡Que vivas tiempos interesantes!», redondeada con aquella otra de: «Ojalá se cumplan todos tus deseos». Todo un dilema para Sánchez y una encrucijada para España.