ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Mi liberada:

Estas elecciones últimas han dejado el arduo problema de su duración. No solo se concretaron, a partir de una deshonrosa moción de censura, en la más indigente campaña electoral de la historia (el mérito es solo de la cronología: cada campaña es peor que la anterior), sino que gracias a un resultado difícil de gestionar, a la inminencia de otras elecciones, europeas, municipales y autonómicas, van a durar todavía unas cuantas semanas más. Sin embargo, esa es la bendición del escritor por encargo y a ello pues me afano. En estos días, y probablemente así será también en los que vengan, el centro de toda la conversación es lo que hará Pedro Sánchez con su pequeña mayoría parlamentaria. Si la completará con el nacionalpopulismo o preferirá hacerlo con Ciudadanos. Recordarás, no en vano te tatúas mis opiniones, que a urna caliente ya divulgué mis instrucciones: un acuerdo entre el Psoe y Cs era matemáticamente confortable y políticamente idóneo. Como era de esperar el primero en rechazarlo fue Cs. El segundo fue Sánchez: a la turba hambrienta que gritaba «¡con Rivera, no!» les echó unos croissants. Ya os oigo, ya, dijo el cínico. Pero el definitivo golpe de gracia al acuerdo se dio cuando el Ibex se pronunció a favor: automáticamente la hipótesis quedó liquidada. Liberado de la incertidumbre, he estado leyendo estos días argumentos a favor y en contra; pero ya digo que suelto, divinamente: como el que lee sobre que el cielo sea azul o maquillaje.

Entre los argumentos me interesaron destacadamente los de Cristina Losada, que el 1 de mayo publicó en Libertad Digital un artículo titulado: Ganó la izquierda: que gobierne. El artículo tiene una importante debilidad fáctica, sobre la que quiero pasar rápido porque no procede de ahí el interés de mi discrepancia. Dice la autora: «El Gobierno que traduce del modo más literal el sentido del voto ganador es un Gobierno de izquierdas. Más aún, es un Gobierno de socialistas y podemitas». Ese gobierno no tiene mayoría parlamentaria –le faltan 11 escaños– y por tanto traduce como google. Para concretarse ese gobierno tiene a los Hunos pero requiere también de los Tunos: Pnv, el cántabro que maravilla, un par de canarios, una chica che-che y algún catalán sonámbulo. Cristina Losada prefiere ignorar esa carraca, porque desluce su argumento de que el pueblo haya decidido nítidamente. Pero da lo mismo. Aceptemos que el pueblo se ha decidido por el nacionalpopulismo. Que gobierne el nacionalpopulismo, pues. Y es en este punto donde la autora da la razón que me interesa: «Corregir el sentido del voto ganador mediante un Gobierno más centrista, más moderado y menos radical es contraproducente. No sólo enmienda la voluntad que la mayoría expresó en las urnas. Es que hurta la responsabilidad [del votante]».

Nadie está más que yo a favor de la responsabilidad ciudadana. Hasta tal punto que si técnicamente fuera posible metería antes en la cárcel a dos millones de catalanes que a esos desgraciados que el pueblocatalunyés dejó colgando de la brocha y que hoy se postran ante el Supremo Hacedor Marchena. Pero una cosa es que paguen por su irresponsabilidad y otra muy distinta es que tengamos que pagar el resto. Pondré un ejemplo vívido. En la provincia de Barcelona la señora Álvarez de Toledo–autora de la campaña más respetuosa con el ciudadano, incluidos el humor, la ironía y la pasión política– obtuvo 155 mil votos. Un guarismo maravillosamente simbólico, se comprenderá. Le dieron para un escaño. El candidato de Vox obtuvo 111 mil. Un guarrismo.

Le dio para otro escaño. Álvarez de Toledo fue el candidato más visible de la campaña. Y el de Vox, el menos. Me abstengo de comparar cualquier otro rasgo de carácter. El voto de Vox es el de los lectores del Banner, aquel periódico populista que cita Ayn Rand en El Manantial: «Le daba al hombre de la calle dos satisfacciones: la de acceder a los salones ilustres y la de no limpiarse las suelas en el felpudo de la entrada». Un candidato y un fantasma obtuvieron el mismo resultado práctico. Para los realistas esto es una noticia insoportable. Tampoco la política distingue ya entre realidad y ficción. Naturalmente que el fantasma es menos responsable que los 111 mil que le proporcionaron naturaleza política. Ahora bien, ¿supone esto que reconocer la responsabilidad de los implicados, que señalarlos, nos obliga a renunciar al ejercicio de la responsabilidad, nosotros, seres indiscutiblemente superiores aunque solo sea porque elegimos votar a personajes de no ficción?

El desmoralizado análisis de Cristina Losada arranca de una comprensión errónea de la democracia. La democracia es el voto del pueblo. Pero, aunque sea el más divulgado, no es el rasgo principal. Lo principal es que la democracia nos defiende del pueblo. A partir de la evidencia –¡por el momento!– de que en el Congreso de los Diputados no pueden sentarse 36.893.976 votantes, la democracia opera por delegación. No hay otra democracia que la representativa. De ahí que el grito No nos representan sea indiscutiblemente totalitario. Eso impide, por ejemplo, operaciones a los que son tan aficionados los analistas sanguíneos cuando dicen: «El pueblo ha votado esto». El pueblo no vota nunca porque, para empezar, el pueblo no sabe sumar. Solo los seres inteligentes, racionales y sensibles suman y el pueblo no tiene ninguno de esos rasgo de carácter, por mucho que libérrimos, marxistas y nacionalistas coincidan en atribuírselos. Dios me libre de justificar la necesidad de un gobierno entre Psoe y Cs por el mandato del pueblo. Tan equivocado es decir: «El pueblo ha votado por un gobierno entre socialistas y podemitas» como decir, con sofisticación algo más aparente: «El pueblo ha dado mayoría a Psoe y Cs para que reediten eficazmente su antiguo pacto». El pueblo no deposita sentido, sino caos. Hay tipos, y tengo pruebas, que entre las 8 menos 5 de la tarde y las 12 de la noche –cuando ya se supo la sentencia del pueblo– cambiaron su voto. El pueblo es una arena movediza que se traga cualquier interés humano en conferirle inteligencia y dignidad. Una coartada de políticos pueriles. La misión de la política democrática es dar forma sensata a la voluntad de los ciudadanos, desechando –traicionando para Cristina– aquellas de sus formas más letales; incluso en la circunstancia de que el pueblo se manifieste más rotundo, dando a un partido la mayoría absoluta del parlamento. Como en el caso de la voluntad del Tirano, también es obligación de los administradores limar con inteligencia, sentido del gusto y hasta con piedad la voluntad del Pueblo. Desde el primer minuto en que el pueblo se arma y befa: «Con Rivera, no», el Príncipe debe trabajar para burlar con astucia el dicterio. La obra de arte de la política concluirá cuando el pueblo, al cabo de la legislatura, otorgue la mayoría en las urnas a los que encarnaron la burla. Pero tampoco entonces el Príncipe sagaz habrá de confiarse: su obligación será cómo mejorar la sentencia, burlándola nuevamente en lo que haya que burlar.

Alguien pensará que en estas circunstancias mejor ahorrárselo, al pueblo. Pero no, claro. Como en la vida, alguien tiene que poner el motor en marcha. Antes era dios. Y nadie puede negar que la política haya mejorado desde su muerte. Entre gobernar en nombre de dios y hacerlo en nombre del pueblo hay una reducción escalofriantemente satisfactoria del índice de mortalidad. Ahora solo necesitamos que Cristina Losada, y todos con ella, entendamos que respecto del pueblo necesitamos creyentes no practicantes.

Sigue ciega tu camino.

A.