- Algo ha cambiado en la UE estos últimos días. Ucrania ha alumbrado el patriotismo europeo. Un patriotismo sobrio, sin ensoñaciones, sin arengas que arrebatan.
Europa está asistiendo atónita y llena de dolor a algo que creía definitivamente superado después de las guerras que siguieron a la descomposición de Yugoslavia. Una invasión decidida, además, por razones que los europeos dejaron de comprender hace décadas, como el establecimiento de zonas de influencia o la salvaguarda de identidades nacionales que tienen mucho de legendario.
El sentimiento de indignación hacia quien tomó la decisión y su círculo más estrecho (Vladímir Putin) es tan profundo como grande está siendo la solidaridad con el pueblo ucraniano.
La Unión Europea (UE) no parecía en condiciones de prestar ayuda decisiva en esta hora crítica de su historia. No tenía las competencias necesarias en materia de defensa y política exterior. Las que tenía, exigían por regla general ser adoptadas por unanimidad. Y las divisiones en relación con la política hacia Rusia, ya por razones históricas, ya por intereses económicos y comerciales, anticipaban medidas insuficientes y tardías que impedirían a la UE estar a la altura de las circunstancias.
Sabemos cuál es el objetivo último que sostiene el proyecto europeo. No volver a tropezar más en la piedra que ha causado tantas guerras y violencia en Europa. Hemos avanzado mucho juntos desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, pues hemos conseguido que, en el seno de la UE, las divergencias se resuelvan mediante un constante proceso de negociación.
El éxito en desterrar las guerras intraeuropeas nos ha permitido centrar el proyecto europeo en la persona y sus derechos fundamentales inalienables. La actuación de los poderes públicos sólo está legitimada en la medida que garantice y promocione su disfrute en el seno de la UE, pero también en el resto del mundo. Porque, al fundar este proyecto, los europeos hemos querido, mejorándonos, mejorar el mundo.
«En el drama ucraniano, el resto de europeos nos hemos visto invadidos, bombardeados, ultrajados»
Nos dotamos de una bandera, de un himno y de un día de Europa. Cada cinco años, los ciudadanos eligen sus representantes en el Parlamento Europeo. Pero, sin embargo, no lográbamos emocionarnos todos juntos como nos emocionamos con los símbolos y los acontecimientos de la historia nacional que nos es más cercana, y de la que muchas generaciones que nos han precedido se han embebido en las escuelas, los libros y los campos de batalla.
Pero algo ha cambiado estos últimos días. Una corriente eléctrica ha recorrido el continente de Lisboa a Tallin, de Dublín a Bucarest, pasando por Malta y Chipre. En el drama ucraniano, el resto de europeos nos hemos visto invadidos, bombardeados, ultrajados. Hemos sido testigos de cómo aquello que dábamos por sentado (nuestra libertad, el respeto a la vida, el respeto del Derecho internacional) podía derrumbarse en un abrir y cerrar de ojos.
Los ciudadanos europeos se echaron el pasado fin de semana a las calles de nuestras ciudades en solidaridad con el pueblo ucraniano. Los monumentos más emblemáticos de Europa se tiñeron de azul y amarillo. El Coliseo, la torre Eiffel, el arco del Cincuentenario o la fuente de Cibeles son algunos de ellos. En miles de edificios por toda Europa ha ondeado la bandera azul y amarilla. Más allá de Europa, el mundo se ha vestido de esos mismos colores en innumerables edificios o lugares emblemáticos, como las cataratas de Niágara.
Cuando el domingo se reunieron los ministros de Exteriores europeos para acordar un nuevo paquete de sanciones que iba más allá de lo que nadie pudiera haber imaginado tres días atrás, estos eran conscientes de que la opinión pública europea se había expresado de manera inequívoca. Lo que haga falta para parar la atrocidad, incluso soltar amarras con Rusia mientras su presidente no dé marcha atrás.
Por eso, cuando el domingo por la noche la presidenta de la Comisión y el Alto Representante comparecieron ante los medios para anunciar lo acordado, a muchos europeos se les saltaron las lágrimas, como parecía que nunca iba a suceder con una exposición en una lengua que no es la materna de ninguno de los dos.
«Una persona ha simbolizado la determinación del pueblo ucraniano de seguir viviendo en libertad, estando dispuesto a pagar con su vida: Volodymyr Zelenski»
Detrás de esta emoción estaban las imágenes de voluntarios polacos repartiendo osos de peluche a niños y niñas que llegaban de la mano de sus madres, vidas inocentes que nunca entenderán qué hicieron sus padres, o sus abuelos, o sus vecinos, para que alguien a mil kilómetros de distancia decidiera que su país iba a ser castigado por querer ser ucraniano.
Estaban también las imágenes de miles de donantes de sangre para los heridos en la guerra que se acababa de desatar. Más punzantes aún, estaban las historias que contaban los cientos de miles de ucranianos a sus colegas, vecinos y familiares en los distintos países europeos donde residen.
Y, por supuesto, estaban las imágenes e historias que provenían del interior de Ucrania a través de los medios y de las redes sociales. Vidas destrozadas, colas interminables de personas que huían de la guerra, y la decisión de defender el país como fuera y costara lo que costase.
Una persona ha simbolizado como nadie la determinación del pueblo ucraniano de seguir viviendo en libertad, estando dispuesto a pagar con su vida por este empeño: Volodymyr Zelenski, presidente de Ucrania. Con cada uno de sus discursos y de sus intervenciones se agiganta su estatura personal y moral, y en él vemos a un referente heroico con hechura de tiempos pasados. Nos interpela en lo más profundo de nuestro ser y comprendemos que no sólo representa a su pueblo, sino que, como la bandera azul y amarilla, nos representa a todos nosotros.
Ucrania ha alumbrado el patriotismo europeo, sobrio, sin ensoñaciones, sin arengas que arrebatan, sin necesidad de urdir alianzas con la religión para que el amor a la patria cale en lo más hondo.
En su discurso del martes pasado ante el Parlamento Europeo, el Alto Representante (Josep Borrell) se refirió a las fuerzas del mal contra las que hay que precaverse. Pero, acto seguido, aclaró a qué se refería. A aquellos que pretenden resolver las diferencias mediante la violencia.
No hay nada de sagrado en el patriotismo europeo, sino un carácter profundamente cívico y democrático. Los eurodiputados respondieron a su discurso con un aplauso sentido, porque estos días tenemos el corazón en las manos y en los ojos.
«Con su decisión, Putin ha perdido a Ucrania para siempre, si lo que pretendía era sojuzgarla por la fuerza e impedir la libre elección de su futuro»
En la comparecencia virtual que más tarde hizo el presidente Zelenski ante el Parlamento Europeo, nos habló a través de nuestros representantes con la solemnidad de su sencillez. Nos dijo que Ucrania se ha ganado, con su sufrimiento y su determinación de ser, el derecho a formar parte de la familia europea que es la UE.
En estos días de emoción patriótica europea, difícil lo tendrán quienes pretendan dar una respuesta burocrática, pues nada impide que las tres instituciones concedan la condición de candidato con la mayor brevedad posible, a sabiendas de que el proceso de adhesión será largo y complicado. Para empezar, Ucrania deberá recobrar su plena soberanía.
Pero, en estos días de sufrimiento, la esperanza es la mejor arma que podemos ofrecer a los ucranianos en su combate, que es el nuestro. Porque, con su decisión, Putin ha perdido a Ucrania para siempre, si lo que pretendía era sojuzgarla por la fuerza e impedir la libre elección de su futuro.
En cambio, una vez que el pueblo ruso experimente la transformación radical que se ha operado en el resto del continente en las últimas décadas, comprenderá que la mejor manera de ganar a Ucrania es con cooperación y buena vecindad.
Exactamente como nos hemos ganado y salvado el resto de los europeos unos a otros. Bienvenidos al patriotismo europeo, en el convencimiento de que, un día, también el pueblo ruso conocerá sus bondades a través de una estrecha relación entre Rusia y la UE, como exigen nuestra historia y cultura compartidas.
*** Juan González-Barba es exsecretario de Estado para la UE y ha sido embajador en Turquía, Georgia, Azerbaiyán, Sudán, Sudán del Sur y Eritrea.