Editorial El Mundo

PEDRO Sánchez nos ha acostumbrado a las primeras veces. La primera vez que un secretario general defenestrado retorna a la secretaría general, o que triunfa una moción de censura, o que se gobierna España con los votos de los partidos que han protagonizado un golpe a la Constitución. No toda primera vez que sucede algo, como vemos, sucede para bien. Desde que se anunció la fecha de la convocatoria electoral, Sánchez está incurriendo en otra ominosa primera vez: es la primera vez, como ha denunciado Ana Pastor, que se abusa del decreto ley de la forma en que lo está haciendo el sanchismo. Hasta ahora se había reservado la actividad legislativa de la Diputación Permanente para medidas de «extraordinaria y urgente necesidad», como exige el artículo 86 de la Constitución; necesidades tales como afrontar los efectos de una inundación en Canarias o del terremoto de Lorca. Pero es la primera vez que un presidente, con las Cortes disueltas, acelera la manivela del decretazo con coartada social para comprar votos en plena precampaña y de paso retratar a la oposición como antisocial si se atreve a discrepar votando en contra.

La adopción ordinaria de medidas extraordinarias es el rasgo que delata al arbitrista. Quien durante nueve meses ha tratado de compensar su exigua representación de 84 escaños con un descarado ninguneo de la Cámara Baja, sede de la soberanía de todos los españoles, profundiza ahora su deriva autoritaria por groseros propósitos electoralistas. Sánchez ha batido todos los récords de unilateralismo legislativo en relación con el tiempo que lleva en Moncloa. Lo cual revela un abierto desprecio del pluralismo parlamentario y una obsesión sincera por el mantenimiento en el poder a toda costa. De los seis decretos aprobados ayer, solo el que proponía medidas de protección para los españoles en caso de Brexit sin acuerdo cumple con el requisito de urgencia constitucional; todos los demás –desde la ampliación de los permisos de paternidad a los chapuceros subsidios para parados mayores de 52 años (uno de cada tres no se están concediendo), por no hablar de la prórroga del permiso a ayuntamientos y comunidades para gastar su superávit sin destinarlo a amortizar deuda– despiden un tufo electoralista al precio de un incremento del déficit que Bruselas mira con preocupación.

Pero lo más degradante de la foto que ayer reeditó la alianza de la moción de censura, prebendas al PNV aparte, fue el decisivo voto de Bildu, del que Otegi corrió a ufanarse. Otra primera vez: que los testaferros de la banda asesina, sin haber condenado explícita e inequívocamente sus crímenes sin recurrir a eufemismos cobardes, posean el poder de condicionar la acción del Gobierno de España. Pero lo poseen porque Pedro Sánchez se lo ha concedido. Porque Sánchez es capaz de hacer eso –blanquear a los batasunos– y de hacer que pase otra vez tras el 28-A.