El pluralismo es sin duda un valor, pero la unidad política, laboral y cultural que garantiza una lengua común no lo es menos… ni tiene por qué oponerse a la diversidad optativa. Salvo que se condene lo que facilita la unidad a ser un residuo soportado, en vez de un instrumento indispensable de conjunción. En tal caso, el TC y el resto de los ciudadanos tendremos algo que decir.
En el bombardeo preventivo que está recibiendo el Tribunal Constitucional (y de paso el resto de la ciudadanía española) a costa de la demorada sentencia sobre el Estatut, se han oído cosas realmente estupefacientes. Por ejemplo, sobre un posible fallo restrictivo del modelo idiomático que se establece en dicha ley. Veamos: cuando se hizo público hace un año el llamado «Manifiesto por la lengua común», gran parte de las desaforadas críticas que recibió llegaron desde Cataluña. Se estaba creando un problema donde no existía, se ascendían algunos excesos puntuales a norma general, se atacaba al débil y se defendía al fuerte, etcétera. Con cierto asombro oímos a algunas personas que antes se quejaron -privadamente, eso sí- de maltrato institucional a los castellanohablantes proclamar que en Cataluña no había ninguna molestia a este respecto. Me recordaban un poco a esos manifestantes iraníes que protestaron por el supuesto fraude electoral para luego aparecer en la televisión del régimen diciendo que les habían engañado desde el extranjero…
Pues bien, hace pocos días el secretario de política lingüística de la Generalitat -Bernat Joan, de ERC- señaló los perjuicios que podría acarrear un pronunciamiento adverso del TC sobre lo que el Estatut dispone en este campo: «Una sentencia como la que se prevé podría crear un alud de gente que exigiera en los tribunales educación en castellano para sus hijos o que reclamara el derecho de poder funcionar en castellano en cualquier ámbito de la administración». Por tanto, concluyó, tal recorte sería «inaceptable e ilegítimo». De modo que sólo una legislación prohibitiva impide que muchos catalanes reivindiquen su derecho a usar el castellano en la educación o las relaciones institucionales… que por otra parte la Constitución les reconoce. Carecen de elección no por falta de ganas sino por falta de reconocimiento legal de su libertad: ¿no hay un conflicto aquí? ¿Será reaccionario el TC si dicta sentencia a favor de esa libertad conculcada? Conceder derechos puede ser progresista, siempre que no se trate del derecho a privar de sus derechos a otros…
Uno de los argumentos más empleados a favor de la inmersión lingüística en cualquiera de los idiomas autonómicos es que sin ella no se garantiza su dominio al mismo nivel que el castellano. Pues bien, sin duda el bilingüismo en esas autonomías es un objetivo deseable y encomiable (aún mejor sería que todos los españoles conociésemos, además de nuestra lengua común, nociones suficientes del resto de las oficiales) pero no constitucionalmente obligatorio. Ni educativamente prioritario. El bilingüismo perfecto es un raro don: lo normal es hacer la mayor parte de la vida en una lengua, aunque se conozca suficientemente otra… o quizá otras. Es un avance cultural y social que pueda vivirse normalmente también en euskera, gallego o catalán, pero nunca al precio de convertir a la lengua común de nuestro país en otra lengua extranjera, como el apetecido inglés. El pluralismo es sin duda un valor, pero la unidad política, laboral y cultural que garantiza una lengua común no lo es menos… ni tiene por qué oponerse a la diversidad optativa. Salvo que se condene lo que facilita la unidad a ser residuo soportado pero no bienvenido, una manía a erradicar en vez de instrumento indispensable de conjunción. En tal caso, no sólo el TC sino el resto de los ciudadanos supongo que tendremos algo que decir.
Fernando Savater, EL PAÍS, 8/9/2009