El cambio en Euskadi

El cambio político en Euskadi implica un cambio de cultura política y el gran reto es asentarla, de modo que perdure más allá de las alternancias en el gobierno. Nos jugamos la culminación de la transición democrática en el País Vasco, el reconocimiento efectivo de las instituciones y la penetración de los hábitos democráticos en la población.

De forma muy generalizada y en lugares diversos los programas electorales de nuestros días ofrecen ‘cambio’. Es la palabra clave. Los publicistas políticos no tienen que estrujarse el cerebro. Pero es un cambio concreto y controlado: ni la izquierda piensa en cambios revolucionarios ni la derecha en sobresaltar la esencial moderación de su clientela. En Europa, al menos, los extremos del espectro son muy minoritarios. En Latinoamérica la cosa tiene más enjundia, el cambio es más ambicioso porque se trata del continente más injusto del planeta y ahora, cuando se han arrumbado los proyectos basados en la violencia, parece que algo realmente hondo se mueve en aquellas tierras. Este clamor por el cambio llegó hace pocos meses a Euskadi y lo que muchos creían un destino inexorable resultó que no lo era y tenemos, por vez primera en los treinta años de democracia, un gobierno no nacionalista. Se nos prometió un cambio con una característica bien particular: el cambio consiste, en buena medida, en rebajar ensoñaciones quiméricas, que magnificaban lo pequeño, crispaban a la sociedad y producían el enfrentamiento de bloques consustancial a los mesianismos políticos. Había que poner los pies en el suelo y aunar los esfuerzos de los demócratas en garantizar la libertad de todos, defender a los amenazados, hacer justicia a las víctimas, acabar con el terrorismo con todos los medios del Estado de derecho, incluida su deslegitimación ideológica y social. El cambio que se nos prometía era simplemente respetar y arraigar las instituciones democráticas; que Euskadi no fuese el proyecto de ‘un pueblo en marcha’ hacia las metas extraconstitucionales de un nacionalismo radicalizado y pasase a ser una sociedad compleja y plural donde conviven formas varias de ser vasco y de plantear el futuro. Se trataba, en otras palabras, de pasar del espíritu de tribu, unida por el vínculo de la sangre, al espíritu de ciudadanía, cuya piedra angular es el respeto a cada persona en su diversidad y la igualdad de derechos y deberes. Se comprende fácilmente que este tipo de cambio presupone una forma muy diferente de entender el liderazgo social. En un caso el lehendakari se siente más legitimado por su identificación con un supuesto espíritu del pueblo que por el principio de legalidad que le corresponde, será, por tanto, decididamente populista, con un discurso monocorde porque nada puede distraerle de la alta meta que vislumbra para su pueblo. En el otro caso, el lehendakari tendrá que ser, ante todo, el defensor de las instituciones de las que procede su legitimidad, deberá conciliar los intereses de una sociedad muy plural y tendrá un discurso sin concesiones populistas. Es un cambio que exige despojar a la política de sentimientos agónicos y renunciar al victimismo, coartada para ejercer el poder y, al tiempo, presentarse como oposición, gozando de las ventajas de ambos.

Este tipo de cambio ha comenzado entre nosotros, será muy costoso y veremos hasta donde llega. Algunos acusan al actual gobierno vasco de falta de iniciativa. Igual resulta que estábamos acostumbrados a un ajetreo mareante e inmóvil, porque junto a un discurso superideologizado, encontrábamos consejerías importantes, convertidas en reinos de taifas con políticas erráticas o sectarias, a la vez que obsesionadas por su proyección pública. La transición democrática se consuma cuando se da un cambio de gobierno de forma tranquila y no traumática. En el País Vasco se me antoja que esto tiene especial validez, porque existe aún un largo trecho por recorrer para la aceptación de las instituciones democráticas, lo cual no se opone al deseo de modificarlas. Pero, en mi opinión, nuestro problema no es tanto la existencia de un espíritu democrático insatisfecho, sino la notable extensión de un espíritu totalitario y de una obsesión identitaria monolítica, de una concepción excluyente de la nación vasca, de que se mira una sociedad compleja con la óptica etnicista de un pueblo, de que el talante de tribu, con sus ritos y vinculaciones, es un muro de contención ante el espíritu cívico y democrático.

La ciudadanía exige educación. Todos nacemos vinculados a grupos primarios, pero para convivir en una sociedad moderna, plural y laica tenemos que asumir la condición de ciudadanos, como antes he señalado, basada en el respeto a la dignidad de cada persona y a su identidad, así como en el ejercicio de la propia libertad individual. La democracia exige una educación de las mentalidades, de los hábitos y de los sentimientos, que en el ser humano no son meras fuerzas instintivas e irracionales. Quiero subrayar que es posible y necesario educar los sentimientos, porque son especialmente manipulables y muchos recurren a ellos, como si fuese un dato inmodificable de pura naturaleza para justificar sus actitudes eximiéndose de la necesidad de justificarlas racionalmente, aunque su educación pueda ser una tarea especialmente compleja. Otra cuestión es si estos mínimos de moral cívica requieren un fundamento antropológico filosófico o religioso, tema que está originando un importante debate en Europa, en el que nos jugamos mucho y del que, lamentablemente, está ausente la universidad, al menos en nuestro entorno vasco, en la que se habla mucho de ajustarse a las demandas sociales, pero que relega lo que debería ser su aportación social primera y también la más crítica: la formación de la ciudadanía y la reflexión sobre sus bases antropológicas y filosóficas.

En un partido político que ejerce el poder durante muchos años es probable que se de la corrupción, pero es seguro que se da el estancamiento de la creatividad y de las ideas. Creo que el PNV sufre particularmente del estancamiento ideológico, porque ha entrado en la pugna por las esencias y los maximalismos, presionado por el abertzalismo etarra que le disputa la hegemonía en su campo, a la vez que le ha prestado ayudas preciosas en momentos puntuales y coartadas constantes para sus reivindicaciones partidistas. Los años de Ibarretxe han supuesto una deriva ideológica intelectualmente insostenible y políticamente nefasta. Ante semejante desvarío se ha ido fraguando durante este tiempo un discurso alternativo basado en el mencionado concepto de ciudadanía integradora y en cuya elaboración -dato importante y no hace falta que cite nombres- han tenido un protagonismo decisivo intelectuales muy cualificados procedentes del nacionalismo y que, por eso mismo, lo conocen muy bien y lo han analizado de forma penetrante. Cuando se habla de ciudadanía se está diciendo que un nacionalismo no se cura con otro. Hoy es evidente que si no se es nacionalista vasco no hay por qué ser nacionalista de otro tipo. Creo que los primeros pasos del Gobierno de López responden a esta convicción. Lo que está en juego en el País Vasco no es una confrontación de nacionalismos, sino el arraigo social de la democracia. Sospecho que llegará un día en que la etiqueta ‘nacionalista’, que hoy tantos ven como timbre de gloria, caerá en profundo desprestigio.

Esto implica que la sociedad vasca pierda su complejo ante el nacionalismo, que se normalice el reconocimiento como vascos tanto de los que son como de los que no son nacionalistas. La norma social, tanto tiempo vigente, de vasco igual a nacionalista, que dictaba lo político y socialmente correcto, debe dejar de ejercer un control totalmente injustificado en una sociedad democrática, para que todos podamos expresarnos con libertad. En definitiva, el cambio político en Euskadi implica un cambio de cultura política y el gran reto es asentarla, de modo que perdure más allá de las futuras alternancias en el gobierno. En esta tarea nos jugamos la culminación de la transición democrática en el País Vasco, el reconocimiento efectivo de las instituciones democráticas y la penetración de los correspondientes hábitos democráticos en la población.

Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 9/9/2009