- En algunos casos de corrupción —no solo en el denominado ‘Mediador’— lo que lo hace más insoportable, aunque no sea punible, es la chabacanería de los corruptos
Disculpen la autocita. Cuando escribí Mañana será tarde (Planeta, 2015) dediqué el primer capítulo a «Los colores de la corrupción». Me llevó tiempo elaborarlo y tuve que escuchar muchos testimonios, leer decenas de documentos y sentencias y aprender de algunos libros. Entre estos últimos —y el que más me ayudó— fue el que escribiera el fallecido y brillante columnista Javier Pradera, titulado Corrupción y política: los costes de la democracia (Galaxia Gutenberg, 2014). El autor tomó de Arnold J. Heidenhemeir los tonos que la coloreaban: hay, escribió, una corrupción blanca (admitida como banal por la sociedad), otra gris (que provoca debate sobre la necesidad de sancionarla) y la de color negro (que es la que de forma indubitable merece la aplicación del Código Penal).
En algunos casos de corrupción —no solo en el denominado Mediador— lo que lo hace más insoportable, aunque a veces no sea punible, es la chabacanería gris de los corruptos. Porque al presunto o probado delito añaden la sordidez de sus comportamientos. Es sórdido que su afán de enriquecerse no tenga límites hasta perder el más mínimo sentido de la prudencia guardando dinero en efectivo en una caja de zapatos. Es la codicia. Es sórdido que, como complemento de sus tropelías, los corruptos «se vayan de putas» a cargo, claro, del corruptor, para añadir un placer físico al emocional de la ganancia dineraria o de la ventaja obtenida. Es la lujuria. Es sórdido, en fin, que la mangancia corrupta se solvente habitualmente en torno a una mesa con viandas de festejo de nuevo rico. Es la gula.
Estos excesos son como la guarnición de un plato principal que consiste en la mordida a cambio de un contrato en una licitación tramposa, la concesión de una licencia sin pasar por los trámites legales, la recalificación de un terreno rústico en urbanizable para construir viviendas o un centro comercial, la adjudicación de un contrato de servicios para una administración municipal o autonómica o, en fin, tantas y tantas variantes que pasan por saquear los dineros de los huérfanos de la Guardia Civil (uno de sus directores generales), mal utilizar los fondos reservados del Estado (ministros tanto del PP como del PSOE) o financiar ilegalmente al partido (también tanto en el PP como en el PSOE).
Los comportamientos groseros de corruptos y corruptores son, a veces, más difíciles de soportar anímicamente que los delitos estrictos que perpetran. No es delito, en principio, «irse de putas» o indigestarse con una comilona bien regada de vinos y licores. O colocarse con una raya de cocaína. Pero sin esa coreografía basta y deprimente, los delincuentes no tendrían testimonios de cargos porque, de forma sistemática, graban en sus móviles los momentos libidinosos, el compañerismo de la gula y la alegría descontrolada de la fechoría para acabar como siempre terminan estos episodios: con el chantaje y la omertá. También hay prácticas más sofisticadas: adquirir lencería, disfrutar de un spa, viajar con la familia o pagar la compra del supermercado a cargo de la tarjeta de la empresa pública o de la administración. Y, a mayor abundamiento, están los escenarios más respetables para perpetrar las tropelías: el Congreso de los Diputados en el caso del Tito Berni, la sede de un ministerio en el del PP y del PSOE, la dirección general de la Guardia Civil en el caso de Roldán, el Banco de España en el caso de Mariano Rubio o el suelo patrio como en el caso de Pujol. Quizás recuerden cómo un expresidente de comunidad autónoma, siendo senador del Reino, cargaba a las cuentas de la Cámara alta los billetes a Canarias para visitar a su amante.
La corrupción en España es sistémica y es endógena. Es sistémica porque no hay administración pública que se libre de padecerla por razones diferentes y es endógena porque se produce por la abundancia de los denominados factores criminógenos que son los estímulos que genera el sistema para favorecer el delito, la irregularidad o la corruptela. El nepotismo es uno de ellos (colocar con un buen sueldo a un pariente, en ocasiones, con currículo inventado), la falta de control en la licitación de la obra pública, trocear las cuantías de los contratos para su adjudicación directa, la externalización de servicios públicos con concesiones administrativas compradas, la arbitrariedad en las calificaciones urbanísticas, los gastos de representación que se convierten en suplementos salariales, la financiación de los partidos que con plantillas propias de empresas de Ibex subvencionan la vagancia de los escalafones endogámicos de la organización y la selección inversa en la política que lleva a cargos públicos a desgarramantas sin formación ni principios.
Y un factor criminógeno más por analogía a los delincuenciales: la irresponsabilidad política, esto es, el modelo de comportamiento de los cargos públicos que jamás penalizan sus errores de gestión con la renuncia voluntaria o la indiferencia temeraria de sus superiores que eluden el cese. En parte, todo desagua en las llamadas puertas giratorias y a la postre, en la impunidad. Así que cuando Patxi López —¿no pensará Sánchez licenciarlo como portavoz?— responde a un periodista que le pregunta por la posible implicación de más diputados en el caso Mediador, con a usted que más le da, llegamos al punto exacto en el que estamos: en la banalización de las conductas sórdidas y en la convivencia con corruptores y corruptos. Total, como ha dicho ese prodigio de la oratoria que es López, a nosotros que más nos da. Todo es repugnante como ha mandado la Moncloa a los ministros que califiquen el caso del compañero Berni.