Luis Ventoso-ABC
- El alcalde de Londres fiscalizará las estatuas para «primar la diversidad»
El sectarismo y la corrección política son dos virus mentales de nuestra era. El primero ya sembró el mundo de cadáveres en dos apocalípticas guerras mundiales. Consiste en contemplar la realidad con las orejeras de tu ideología bien caladas, pasándolo todo por el tamiz de una doctrina intransigente que no tolera la discrepancia. La corrección política está animada por un afán de no molestar a nadie, en especial a las minorías. A priori, su ánimo es loable. Pero convertida en bandera de la izquierda para tapar sus fiascos en ámbitos como la economía, en la práctica ha derivado en una histeria ultraquisquillosa, que constriñe la libertad de expresión. El debate abierto, savia de la gran Civilización Occidental, se ve taponado
por la autocensura obligatoria.
Cualquier ser humano normal se siente asqueado por cómo han matado a George Floyd. Cualquier persona equilibrada deplora el racismo. Pero la justa batalla antirracista y contra la brutalidad policial deriva en otra cosa cuando se ve monopolizada en las calles por el sectarismo de izquierda: una causa general contra Trump, el capitalismo e incluso la democracia liberal. Ante las protestas por Floyd, el alcalde laborista y musulmán de Londres ha dado un ejemplo de cómo confundir el culo con las témporas y anuncia una «Comisión Para la Diversidad en el Ámbito Público». Esa oficina fiscalizará las estatuas, murales y nombres de las calles, a fin de «incrementar la presencia de las minorías étnicas, la comunidad LGTBI y los discapacitados». Khan ha descubierto espantado que en la maravillosa ciudad de Londres priman los monumentos victorianos (lógico, pues fue la etapa cénit del Imperio Británico). Toca empuñar la piqueta.
En la abadía de Westminster se levanta el Memorial de Shakespeare. ¿Un machista rampante? (en su testamento legó a su mujer «mi segunda mejor cama»). En Green Park una imponente escultura hiperrealista recuerda a los pilotos que combatieron con la RAF. Belicismo descarado, y además no hay pilotas. Frente al Royal Albert Hall un barroco templete dorado honra al príncipe Albert, malogrado marido de la Reina Victoria. Vaya par de granujas imperialistas. Mejor poner un monumento a Boy George. Subiendo a Hampstead aparece la estatua de Freud. Pero molaría más una de Rigoberta Menchú que un gachó de chaleco, barba y puro. En el vestíbulo de la estación de St. Pancras se yergue The Meeting Place, el reencuentro de una pareja que se abraza efusivamente. Una estatua un tanto kitsch, pero que gusta al público. Pero -ay- son un tío y una tía, ¡y rubios! En una calle de Kensington hasta hay una placa que recuerda al brutal Benny Hill, sátiro del humor chabacano que correteaba tras tías buenas en bikini. Dinamitemos el Arco de Wellington y levantemos uno de hinchables multicolores dedicado a Freddie Mercury. Reescribamos la historia antigua con ojos actuales. Perdamos el tiempo en gilipolleces mientras callamos como tumbas ante las tropelías de la mayor dictadura del mundo. No escucharemos una sola crítica a China por parte de la izquierda, insomne vigilando a Trump.