José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • El CGPJ demuestra al ministro de Justicia que no está en «descomposición» y nombra a seis magistrados para el TS mientras Ayuso desafía al de Sanidad, que se prepara para cerrar Madrid

Con la sentenciosa frase de que “el Consejo General del Poder Judicial está en descomposición”, lanzada enfáticamente hace tres días, el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, trató inútilmente de evitar que el órgano de gobierno de los jueces consumase su decisión de proveer los nombramientos de magistrados del Tribunal Supremo. La imprudente hipérbole del ministro se le ha vuelto en contra, porque este mismo miércoles el pleno del Consejo, con una unidad de criterio encomiable entre vocales progresistas y conservadores, designó a tres togados para la Sala Segunda (de lo Penal) del Supremo y a tres presidentes de otras tres: de lo Contencioso (3ª), de lo Social (4ª) y de lo Militar (5ª). Todos los nombramientos se acordaron por práctica unanimidad.

El CGPJ debió renovarse hace un par de años. Pero no hay ni una sola norma, ni en la Constitución ni en la ley orgánica que lo regula, que prevea una limitación de sus funciones por el hecho de que la incapacidad política impida la renovación de sus integrantes. El Consejo no está en funciones, como pueda estarlo el Gobierno según en qué situaciones. Por eso, a despecho de las descalificaciones, a veces toscas, a veces ignorantes, con las que se ha impugnado este órgano, todos sus miembros (incluidos los llamados progresistas), de una tacada, con criterios de ponderación difíciles de rebatir, atendieron a las necesidades perentorias del Supremo con designaciones que venían aplazadas desde el pasado mes de julio.

La práctica unanimidad con la que actuaron los vocales del CGPJ sonó a bofetada institucional en el rostro del ministro de Justicia y, por extensión, del presidente del Gobierno. En rigor, no se puede hablar de que el Consejo está caducado, sino en prórroga, como ha ocurrido en otros mandatos, uno de ellos cuando el actual ministro del ramo era vocal. Para mayor detalle: siendo Juan Carlos Campo miembro del Consejo y estando ya rebasado el plazo de su mandato, también se produjeron importantes nombramientos. Entonces y ahora son plenamente válidos.

Lo que ocurrió este miércoles en el CGPJ fue importante. Demostró al Gobierno y a sus socios parlamentarios que no se puede agredir a otro poder del Estado atribuyéndole un supuesto estado de “descomposición” y que en este país, aunque de manera cada vez más difuminada, sigue existiendo separación de poderes. Aunque el Consejo de Ministros controle con mano de hierro al Congreso de los Diputados, abusando de los decretos-leyes (se cuentan ya por decenas los dictados desde el mes de enero), su larga mano no ha llegado al órgano de gobierno de los jueces, que supo actuar con equilibrio. Lo hizo porque designó a la primera mujer presidenta de Sala del Supremo —María Luisa Segoviano, que regirá la de lo Social— y porque nombró a otros cinco magistrados de distinta sensibilidad ideológica y lo hizo en un clima de entendimiento.

También este miércoles, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, volvió a sopapear al ministro de Sanidad: después de llegar a un supuesto acuerdo sobre los criterios que han de concurrir para tomar medidas más drásticas para combatir la pandemia, se ha negado a aplicarlas en su jurisdicción madrileña. A Salvador Illa y al Gobierno entero, parece que Madrid se les indigesta. Sanidad no tiene más remedio que sustituir al Gobierno autonómico y echar mano de sus facultades para imponer unas medidas sanitarias más drásticas. Desde el punto de vista político, la decisión ministerial es de una enorme seriedad, y desde el jurídico, no puede resolverse un cierre de Madrid sin una cobertura normativa completa e indubitable.

El Gobierno puede echar mano del artículo 3.1 del Real Decreto-ley 21/2020 “de medidas urgentes de prevención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el covid-19”. O de la Ley Orgánica 3/1986 de 14 de abril de medidas especiales en materia de salud pública. Pero en rigor, cerrar la capital, con limitación de entradas y salidas, requeriría un estado de alarma parcial mediante real decreto del Consejo de Ministros y por un plazo máximo de 15 días prorrogables por el pleno del Congreso. Esta materia no se puede deslegalizar mediante una simple orden ministerial. Y si se hace, está asegurada la impugnación ante los tribunales.

El coste político de imponer a Madrid un cierre de su movilidad, con la oposición de su Gobierno y de las autonomías catalana y andaluza, las tres más importantes de España, va a ser alto para el Gobierno en todos los aspectos, en el político y en el económico. Destroza también el vacuo concepto de la cogobernanza y polariza de una forma inédita las relaciones entre la Administración General del Estado y las autonómicas. De fondo, están unas cifras escalofriantes de contagios y muertes. Si en estas circunstancias unos y otros han sido incapaces de ponerse lealmente de acuerdo, es que el fallo ya no es político. Es ético. Es moral. Y más vale que el Gobierno acierte en su 155 sanitario, porq,ue en este envite, que es todo un desafío del Ejecutivo de la primera región de España y de su capital, se dirimen intereses, materiales, políticos y cívicos de extraordinaria trascendencia.