José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- En España, el régimen constitucional de 1978 se está agotando. El discurso que ayer pronunció Carlos Lesmes estableció un punto de no retorno: denunció que un poder del Estado —el judicial— está siendo invadido por los otros
Ortega y Gasset escribió el 3 de junio de 1930 en el diario ‘La Nación’ un artículo que tituló “Partidismo e ideología” en el que consideró que “en el partido lo sustancial es el partido en sí mismo, haya o no pretexto para ello. Cuando no lo hay, se inventa. Es preciso nutrir al partido refrescando su programa bélico. Se considera que la lucha es la forma esencial de la convivencia entre hombres”. Más de 90 años después, esa reflexión sigue vigente, en particular, en España. En nuestro país se ha producido lo que los anglosajones denominan un ‘turning point’, es decir, un momento crucial, decisivo, un punto de inflexión en el régimen constitucional del que nos dotamos en 1978. Y esta situación crítica es atribuible al partidismo en los términos orteguianos antes descritos: se superpone la bandería ideológica al interés general.
Comienza a parecer obvio que hay un agotamiento de energía democrática en la clase dirigente española —y no solo en la política— que empuja la situación hacia un fin de régimen. La expresión —régimen— se refiere a la formación histórica de una época que constituye un largo periodo temporal que se significa por acontecimientos que definen la convivencia social. En nuestro caso, la libertad en democracia a través de la Constitución. Pero las democracias son reversibles y estamos al cabo de la calle de esa fragilidad. Grandes ensayos de amplia repercusión avisan de cómo caen las democracias o advierten de la seducción de los autoritarismos. Esos fenómenos —quintaesenciados en el asalto al Capitolio norteamericano en enero de este año— permiten suponer que ni siquiera aquellas democracias de referencia como la estadounidense están libres de rotundas pulsiones iliberales.
En España, el régimen constitucional de 1978 se agosta. El discurso que ayer pronunció el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo —máximo representante de uno de los tres poderes del Estado— estableció un antes y un después, porque en palabras breves, dichas en tono casi monocorde, ausentes todas ellas de cualquier tremendismo, denunció que el poder legislativo había invadido su esfera de independencia constitucional con una ley orgánica que sitúa el órgano de gobierno de los jueces “en funciones” (sin permitir que el Consejo emitiese el informe correspondiente, no vinculante) cuando los grupos parlamentarios no cumplen con la obligación de renovar a sus vocales transcurridos cinco años desde su designación. Y no se quedó atrás en las críticas al poder ejecutivo —al Gobierno— en esa iniciativa legislativa que, por cierto, está pendiente de sentencia en el Tribunal Constitucional. Al presidente Sánchez, sin citarle, le reprochó su argumentación justificativa de los indultos al presentar la justicia como un ejercicio de venganza o de revancha. Fue la intervención de Lesmes contenida, realista y de exégesis evidente: estaba formulando los términos de una colisión irreductible entre los poderes del Estado. Porque reivindicó, sí, la renovación del Consejo, pero sobre todo reclamó el espacio que le corresponde a un poder del Estado —el judicial— que su máximo representante observa invadido por el partidismo.
Nada puede funcionar en un régimen trabado por los extremismos de los partidos que fagocitan a los llamados de Estado
Aquí no hay que referirse solo al hecho, que podría ser coyuntural, de una demora en la renovación del CGPJ con las enormes consecuencias que conlleva. Tampoco —aunque sea también muy grave— a la vigencia de una ley orgánica que ha dejado en funciones un mecanismo esencial del poder judicial. Aquí hay que referirse definitivamente a la contumacia partidista que precede a las catástrofes políticas. Porque el bloqueo de ese Consejo responde a intereses recíprocos y equivalentes de unos y otros. El sistema de elección de los vocales del Consejo es instrumental aunque resulte relevante. Lo esencial es que el poder legislativo (Congreso y Senado) designe a 12 jueces y juezas, magistrados y magistradas y a ocho juristas de reconocido prestigio que sean justos, íntegros, independientes, sometidos al imperio de la ley.
Cuando Yahvé quiso destruir Sodoma y Gomorra —libro del Génesis—, Abraham, tío de Lot, le persuadió de que no lo hiciera si encontraba 50 hombres justos; luego, 20, y, por fin, 10. Y como no los localizó, fulminó ambas ciudades permitiendo que escapase Lot con la advertencia de que ni él ni sus deudos mirasen atrás en la huida. La mujer de Lot lo hizo y se convirtió en estatua de sal. ¿No hay en España 20 hombres y mujeres justos para integrar el nuevo Consejo General del Poder Judicial? ¡Claro que los hay! Lo que no existe es la voluntad de buscarlos y nombrarlos.
Nada puede funcionar en un régimen trabado por los extremismos de los partidos que fagocitan a los llamados de Estado —sea por la derecha, sea por la izquierda—; nada puede prosperar cuando desde dentro de las instituciones se acoge a quienes quieren reventarlas o cuando el proyecto alternativo se amarra a otros que idolatran la reacción iliberal. Esa combinación de tensiones lleva al fin de régimen, a la aluminosis de la Constitución, a la inyección de argumentos tóxicos en el discurso político. Porque el Consejo General del Poder Judicial es el síntoma de la enfermedad, es el dedo que señala la luna, es la circunstancia pero no la esencia del problema.
Ortega y Gasset, en el fin del régimen de la Restauración, llamó a que los españoles recuperasen el Estado porque “es vuestro” escribió, zahirió la “idiotez nacional” y el peligro de convertirnos en el “arrabal de Europa”. Si estamos mirando atrás, al siglo pasado, antes que en la confrontación, tendríamos que reconocernos en el pensamiento lúcido de las generaciones intelectuales que intentaron regenerar España y eludir aquellos episodios que han provocado una frustración crónica en nuestra historia. Asomarnos al abismo de los fines de régimen y de época —acortando lo virtuoso para regresar al vicio del cainismo— es, seguramente, algo de lo que está ocurriendo ahora en España. Y la culpa siempre es del otro. España no ha dejado de ser un país tentado suicidamente por el funambulismo político. Su aportación a la historia del constitucionalismo ha sido “el cuartelazo”, tal y como espetó a un alumno el catedrático Carlos Ruiz del Castillo, según la versión que recoge un libro (página 42) que es ya imprescindible y acaba de publicarse: ‘La conquista de la transición (1960-1978). Memorias documentadas’ (Marcial Pons), cuyo meritorio autor es Óscar Alzaga.