JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC
- El juego es mantener Cataluña bajo un dominio absoluto –político, social, cultural– y como territorio de excepción democrática mientras se condiciona al Ejecutivo y se exprime como un limón su poder de investir presidentes en el Congreso, para sostener o para condenar a los Gobiernos de España no provistos de mayorías absolutas
Incluso en los espíritus menos nobles, una alerta interior advierte de la presencia de arenas sociales movedizas, de líneas que no se pueden cruzar sin que graves consecuencias acompañen de por vida al transgresor. Las líneas son muy pocas a estas alturas. El espacio de lo tolerable –y aún de lo encomiable en ciertos círculos– se ha ido ampliando. Veamos un par de ejemplos entre cientos. Patear a dos guardias civiles de paisano y a sus parejas podrá traerte problemas con la Justicia, pero media España dará la vuelta al calcetín y presentará a los agresores como víctimas. Malversar 680 millones de euros para engrosar la red clientelar de tu partido con prejubilaciones y reestructuraciones irregulares podrá conllevar una condena firme, pero no menos firme será el apoyo de tus votantes y de tus más insignes conmilitones, incluyendo a dos ex presidentes de Gobierno.
Sin embargo, como decíamos, hay unos pocos pozos sépticos de los que no te sacará nadie una vez te introduzcas. Así, espera lo peor si confraternizas públicamente (y te sumas a su marcha por el Paseo de Gracia) con quienes han reventado el minuto de silencio por unas víctimas del terrorismo para luego insultarlas y encararse con ellas. Un político no puede correr a fundirse con esa canalla. Puede ser un secuestrador, haber pertenecido a la cúpula de una banda terrorista (a la vista está el trato que la prensa de izquierda dispensa a tipos semejantes), pero no puede hacer lo de Borràs sin el reproche unánime, incluyendo a los que han convertido a Otegi en respetable llave de la gobernabilidad, y aun a los que ven un aliado en Carles Sastre (definido por Wikipedia como ‘activista’), que mató a José María Bultó por bomba adherida al pecho. No valoro la desproporción, cuento lo que hay. Sumarte a los que insultaron a las víctimas de las Ramblas es uno de los pocos albañales ante los que nadie simula que huele a flores. Pero, ¿retrata solo a la presidenta de Junts y hasta hace poco segunda autoridad de Cataluña?
Gabriel Rufián ha descrito a los colegas callejeros de Borràs con el mismo término que emplearíamos casi todos: ‘miserables’. Bien hecho. ERC está en un difícil, pero no imposible, proceso de conversión al realismo y al posibilismo que, unido a la lucha por la hegemonía política sobre un mismo espacio sociológico, le enfrenta a las excrecencias de la antigua Convergència. Laura Borràs es fiel a Puigdemont, Papa Luna del golpismo institucionalizado. El tipo y sus adeptos aún insisten en la patraña de la responsabilidad del Estado en los atentados de agosto de 2017. De perdidos al río, se dirá. La torpe Borràs, incauta, presunta corrupta que lleva muy mal haberse quedado sin una jugosa pensión vitalicia de 4.000 euros al mes a partir de los 65, hace ahora vanos esfuerzos por desmarcarse de sí misma. Pero el hecho es que su afán de protagonismo, su no conformarse con asistir al homenaje como una diputada más, su bestia interior ha provocado un fallo en Matrix, y por esa grieta tiene que salir la verdad para desesperación de los que desearían prolongar una temporada más (¿digamos cuarenta años?) el juego que ha podrido la democracia española.
El juego es mantener Cataluña bajo un dominio absoluto –político, social, cultural– y como territorio de excepción democrática mientras se condiciona al Ejecutivo y se exprime como un limón su poder de investir presidentes en el Congreso, para sostener o para condenar a los Gobiernos de España no provistos de mayorías absolutas. La tradición empezó tan pronto como se dio esa circunstancia, tras las elecciones generales de 1993 que alumbraron el último Gobierno de Felipe González. Continuó, tras las elecciones de 1996, con los pactos del Majestic, y así hasta ahora. Con la particularidad de que en la presente legislatura los herederos de Convergència han dejado de importar porque ERC les ha sustituido en su papel. Menos relacionado con los negocios sucios, ERC se muestra igual de implacable en el ejercicio de un chantaje que, a fuerza de sistemático, se ha hecho sistémico. Las exigencias de Esquerra, dado el escenario a principios de legislatura, se han cumplido en lo relativo a la obtención de impunidad, sobre todo para su líder. Y aunque es cierto que los de Junqueras (qué perfil tan bajo para un predicador) tienen su mesa de negociación, y que ostentan la presidencia de la Generalitat, no lo es menos que Sánchez siempre ha mentido y defraudado a todo el mundo. No veo por qué ERC iba a ser una excepción.
Como fuere, vistos los peculiares umbrales de tolerancia de la España contemporánea, el fallo en Matrix causado por Borràs representa un peligro real para los independentistas. Mucho mayor de lo que pudiera parecer. Se equivoca quien lo tome como una desafortunada anécdota que se apagará. Porque quizá la anécdota se olvide y las náuseas se nos pasen, pero nos ha servido una oportunidad de oro para recordar que el gesto de Borràs y las acusaciones en falso al CNI y a ‘España’ sí representan a Cataluña. No en balde se apresura la prensa del régimen a gritar lo contrario: «¡Cataluña no es eso!» Ah, ¿no? Si Cataluña no fuera eso, habría que colegir que Cataluña no son las reiteradas mayorías de votantes separatistas, o que Catalunya Ràdio y TV3 son ajenas a Cataluña. Porque fue esa Cataluña visible (la otra apenas se pronuncia) la que en cuestión de horas logró difundir hace cinco años la especie de que el Estado había causado una masacre en el lugar más representativo de Barcelona a modo de advertencia contra el referéndum de independencia convocado para quince días después.