Javier Zarzalejos-El Correo

  • La amnistía y la previa derogación de la sedición no ayudan al «reencuentro», sino que constituyen una invitación a la reincidencia impune

Se dice que Puigdemont no va a pedir que se celebre un referéndum de secesión en Cataluña como contrapartida al apoyo que pueda prestar a la eventual investidura de Pedro Sánchez. Simplemente va a exigir que se reconozca la validez y legitimidad de la votación inconstitucional del 1 de octubre de 2017. Desde el punto de vista de los secesionistas, resulta bastante lógico. Pedir un referéndum de independencia significaría aceptar que la ‘performance’ del ‘procés’ no sirve, cuando en realidad Puigdemont y sus compañías hacen de aquella votación la fuente de legitimidad que quieren hacer valer contra el Estatuto y la Constitución. Según esto, no hacen falta más consultas porque Cataluña ya habría optado por su independencia. Lo que quedaría por dilucidar es cómo se completa ese camino sin poner en cuestión que su meta ya está decidida y es la secesión.

A favor de esta tesis juega el impacto acumulado que pueden tener sobre el sistema constitucional la derogación del delito de sedición -ya consumada en la legislatura anterior- y la amnistía que se exige por los secesionistas no solo para eludir sus responsabilidades penales, sino para borrar el carácter delictivo de su actuación. La amnistía, a diferencia de los indultos, borra delitos y legitima lo hecho por sus autores aludiendo a la intencionalidad política de estos al cometerlos. Nos encontramos así con que en una democracia que va para 45 años de vigencia constitucional hay delitos políticos y presos políticos.

Si hay delitos que se borran en razón de la intencionalidad política de quienes los han cometido es que los que fueron condenados por aquellos son presos políticos, los prófugos son en realidad exiliados, los encausados son víctimas de una represión injusta y, conclusión, España no es una democracia como así lo certificarán con sus votos los socialistas, impulsores del disparate. La deslegitimación de la democracia es completa y frente a esta realidad no caben esos argumentos, tan buenistas como falaces, que hablan del «reencuentro» y demás imposturas ideadas para ocultar una realidad tan descarnada como es la pulsión incondicionada de poder de Pedro Sánchez.

Si la sedición ha dejado de ser delito y los hechos del 1 de octubre se lavan mediante una amnistía por su intencionalidad política, resulta que el ‘procés’ fue un ejercicio legítimo que no debió castigarse y que si vuelve a producirse será de nuevo una opción a disposición de los que lo vuelvan a hacer. ¿Cómo se impedirá otra intentona secesionista y quién lo hará? ¿Alguien cree que quienes vuelvan a la carga no alegarán en su favor la amnistía? La amnistía, en efecto, legitima el referéndum inconstitucional -¿se podrá seguir llamando así?- del 1 de octubre después de que la derogación de la sedición haya desmantelado la protección penal del orden jurídico constitucional como ya advirtió en su día el Tribunal Supremo.

Es difícil pensar en un daño más profundo a la credibilidad de España, primero ante los propios ciudadanos y después ante sus socios. Puigdemont ha visto cómo el Parlamento Europeo levantaba su inmunidad precisamente porque la Cámara se negó a admitir que estuviera encausado por un delito de intencionalidad política. Cuando al expresidente secesionista se le han agotado sus argucias procesales y el recurso a las medidas cautelares y el Tribunal General de la Unión Europea ha confirmado el fin de su inmunidad y cuando solo le queda apelar al Tribunal de Justicia -que previsiblemente confirmaría el fallo del Tribunal General- la amnistía rehabilitará su actuación y dejará sin efecto el trabajo de la Justicia para que hiciera frente a sus responsabilidades.

Dirán que se hace borrón y cuenta nueva, y no es verdad. La amnistía y la previa derogación de la sedición no tienen nada de disuasorio, sino que constituyen una invitación a la reincidencia impune. No ayudan al «reencuentro», sino que reafirman la voluntad de secesión. No es una muestra de fortaleza de la democracia, sino la expresión de una gravísima enfermedad autoinmune de nuestro sistema constitucional, que es atacado desde dentro por la legitimación de los que quieren acabar con él. Es, además, la materialización de una obscena desigualdad entre los ciudadanos que sitúa por encima de la ley a unos cuantos frente a la obligación que nos compete a todos los demás de cumplir con nuestras obligaciones y asumir nuestras responsabilidades.

No hay borrón y cuenta nueva. Hay, sí, un enorme y pringoso borrón que la democracia y sus ciudadanos no merecemos, pero la cuenta seguirá siendo la misma. Por algo Iñigo Urkullu, en su extravagante apelación a una convención constitucional, ya ha dicho que este es el momento.