ABC 17/04/03
JAVIER RUPÉREZ
No cabe duda de que el atentado de anteayer no es solo una tragedia americana, sino también una poderosa llamada de atención a aquellos que creyeron desaparecida la hidra y ocultos en las madrigueras los que la prohijaron. Reclamar hoy solidaridad con los que sufren en Boston es hacerlo también con todos aquellos que a lo largo del mundo siguen sufriendo los embates del terror totalitario y sus aliados
EL fantasma del 11 de septiembre de 2001 ha vuelto a recorrer las calles de las ciudades americanas y las mentes de sus ciudadanos al contemplar con horror los resultados de los atentados terroristas cometidos en Boston el 15 de abril aprovechando la celebración del bien conocido maratón anual de la capital del Estado de Massachussets. Y como entonces, instituciones políticas, medios de comunicación, opinión pública han reaccionado de manera unánime en la expresión del dolor, en la voluntad de ayuda a las víctimas, en la determinación de encontrar a los culpables para someterlos a la acción de la justicia y en la contundencia para defender sin fisuras los espacios de la libertad frente a la tiranía del terror. Tiempo le faltó al presidente Obama para comparecer en televisión a las pocas horas del atentado y subrayar que en la hora del sufrimiento «no hay republicanos o demócratas, sino sólo americanos», en una breve y nítida alocución dirigida también a los responsables de la matanza: «Que nadie se equivoque. Llegaremos al fondo, averiguaremos quién lo hizo y por qué lo hizo».
Otros fantasmas recorren también en estos momentos la psique americana, que, todavía en la ausencia de indicios fiables, especula sobre los antecedentes: el atentado que en 1995 destruyó el edificio federal en Oklahoma City y acabó con la vida de 150 personas, la bomba que estalló durante los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996, con el resultado de dos muertos y más de un centenar de heridos, los varios intentos, afortunadamente abortados, de colocar artefactos explosivos en lugares públicos muy frecuentados, como el propio Times Square, en la ciudad de Nueva York. No faltan quienes se preguntan sobre el significado de la fecha, bien porque el 15 de abril es para el contribuyente americano «tax day», el día límite para la presentación de las declaraciones fiscales, bien porque el mismo día la ciudad de Boston celebra el «Día del Patriota», evocador de gestas revolucionarias y no exento en el pasado de manifestaciones que desembocaron en violencia. Y naturalmente en el trasfondo permanece la gran interrogante: ¿estamos frente a un acto de terrorismo local, como el que en 1995 derrumbó el edificio en Oklahoma, o por el contrario es esto el resultado de una acción internacional propiciada, como no podría ser menos, por grupos alentados por Al Qaida o por sus asociados? El temor frente a la posibilidad de un terrorismo islamista gestado entre la misma ciudadanía americana tiene aquí de nuevo su preocupante espacio: Faisal Shahzad, condenado a prisión de por vida por haber intentado hacer estallar una poderosa bomba en Times Square en 2010, es un ciudadano americano de origen paquistaní.
En la incertidumbre, Obama, como ya hiciera Clinton con ocasión del atentado de Oklahoma, se ha mostrado circunspecto y en su primera declaración ha preferido obviar la mención del terrorismo, en un plausible intento de contener emociones y evitar etiquetas apresuradas. Pero ello no ha impedido que los responsables de los cuerpos de seguridad se acerquen al caso con la convicción de que se encuentran ante una manifestación de la práctica del terror. En efecto, la simultaneidad en la explosión de los artefactos, el descubrimiento de otros tantos que no llegaron a explotar, la selección del lugar y el día en que se había de producir la conflagración, con la evidente intención de causar daños masivos a ciudadanos del común, hacen difícil mantener otras hipótesis. La delimitación entre lo autóctono y lo foráneo cobra desde ese punto de vista una importancia marginal, bien que para los responsables institucionales adquiera resonancias diversas: el McVeigh de turno, el responsable de la matanza de Oklahoma, merece la consideración de una malformación social propia, mientras que los que estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas eran evidentemente parte de una conspiración que tenía su origen en tierras lejanas. En términos operativos, de los primeros se ocupa el FBI. De los segundos, la CIA. Y si hace falta, las Fuerzas Armadas.
Aunque, sean quienes sean los que planearon la hecatombe, el efecto ya está en gran parte conseguido: la generalización del miedo, la constancia de la fragilidad, la conciencia de que la sociedad no se encuentra por completo a cubierto de las fechorías de los indeseables. Y la inevitabilidad de la respuesta, traducida en un endurecimiento de los controles, en una ampliación de las sospechas, en la duda de cómo y cuándo tratar a los que de manera tan sistemática como pérfida buscan alterar la normalidad del funcionamiento social. En los Estados Unidos. Y en tantas otras partes del mundo. Puede haber diferencia en los propósitos de los criminales, pero nunca en los métodos o en las consecuencias. Al final de la historia el terrorismo unifica ideologías dispares en un solo y aberrante sistema: la sumisión por el pánico. Antes de ninguna otra cosa, esa es la lección del 15 de abril de 2013 en Boston.
Se preciaba la sociedad americana de haber sido capaz de conjurar un nuevo 11 de septiembre en la década larga que nos separa del terrible acontecimiento. Boston interrumpe de manera sangrienta el recuento de la complacencia y, aunque el cómputo final de las víctimas sea por fortuna muy diferente, la llamada de atención seguramente tendrá efectos psicológicos no muy diversos de los que multiplicó Nueva York en 2001. No cabe duda de que ahora, como entonces, los americanos encontrarán en la unidad patriótica la manera para reafirmar su voluntad de seguir viviendo en paz y en libertad, por más que las marcas de la tragedia dejen huellas en la integridad de la confianza. Como tampoco cabe ninguna duda de que Boston no es únicamente una tragedia americana, sino también una poderosa llamada de atención a todos aquellos que creyeron desaparecida la hidra y ocultos en las madrigueras los que la prohijaron. Reclamar hoy solidaridad con los que sufren en Boston es hacerlo también con todos aquellos que a lo largo del mundo siguen sufriendo los embates del terror totalitario y sus aliados.