Británicos

El liberalismo español del XIX, con todas sus carencias y defectos, vio en la desaparición del imperio la oportunidad para la reconstrucción de la nación política. En el Reino Unido se ha producido el fenómeno inverso. Los nacionalismos periféricos españoles son una prolongación antiliberal de los particularismos imperiales. Los nacionalismos post-británicos, el síntoma final del desvanecimiento del Imperio.

Mi amigo y maestro Andrés de Blas Guerrero publica en El País del viernes una llamada de atención a los políticos y a la opinión pública española para que aviven «su interés por el problema nacional británico», y señala una serie de analogías y diferencias entre ambos procesos históricos, el de España y el del Reino Unido, que resultarían muy estimulantes para la reflexión acerca de la «necesidad de renovar los elementos de la conciencia nacional» en el improbable caso de que alguien se sintiera tentado de seguir su sabio consejo, en medio de la que está cayendo. Mucho me temo que, salvo en el medio académico, ya embargado por las urgencias boloñesas, nadie (y menos que nadie los políticos) se halle dispuesto a sumergirse en este tipo de comparaciones, aunque quién sabe. Hace un par de años, Francisco Sosa Wagner consiguió que se discutiera ampliamente la deriva centrífuga del Estado español, reactivando la metáfora austrohúngara que ya había utilizado Ernest Lluch, aunque en un sentido muy distinto.

Según Andrés de Blas, el Reino Unido ha suscitado interés en la política española, fundamentalmente, por tres cuestiones: su tradición de autogobierno local, que inspiró las tentativas reformistas en la administración desde mediados del siglo XIX; la problemática irlandesa, en la que no han dejado de mirarse, como en un espejo, los nacionalismos periféricos, y, más recientemente, «el inicio de la Devolution en Escocia y Gales y el restablecimiento del autogobierno en Irlanda del Norte», que habrían merecido la atención tanto de los secesionistas como de «una visión política e intelectual interesada en la suerte de España como nación y Estado del conjunto de los españoles». Es decir, la visión que ha representado en la izquierda, casi en solitario, Andrés de Blas Guerrero.

Se me ocurre, de entrada, una objeción a esta última tesis. Históricamente, existe una enorme desproporción entre la cantidad y calidad de los británicos que han escrito sobre la historia española y las de los especialistas españoles en la historia británica. Nuestra anglofilia ha sido pobre incluso en la tradición conservadora (la progresista nunca ha mirado hacia Londres, aunque allí reposen los huesos de Marx). Basta comparar el número y la importancia de los estudios de los hispanistas británicos con los trabajos de los contados autores españoles que han tratado de asuntos ingleses, escoceses o irlandeses para advertir que el interés dista de haber sido recíproco. El desconocimiento español de la historia británica puede llevar a errores de percepción, y, por supuesto, de interpretación de la crisis nacional del Reino Unido. Una característica de la reacción a dicha crisis es la ausencia casi total de proyectos de renovación nacional británica (para encontrarlos hay que acudir a cierto revisionismo irlandés, como el que encarnaba el recientemente desaparecido Conor Cruise O´Brien). Lo más extendido es el repliegue hacia las identidades prebritánicas, incluso en Inglaterra, donde el atrincheramiento en la anglicidad (englishood) es un rasgo común a la izquierda y a la derecha. En este sentido, y comparando las situaciones nacionales respectivas, hoy Londres se parece más a Barcelona que a Madrid.

Y es que la fusión británica poco tuvo que ver con el proceso incorporativo o de construcción de la nación española. Como nación histórica, España es tan antigua como Inglaterra, que ya estaba formada antes de la invasión normanda. El Reino Unido fue algo mucho más moderno, una consecuencia directa de la expansión imperial. En España, como supo ver Ortega, el imperio repercutió negativamente sobre la cohesión de una nación histórica que alcanzó la unidad política justo cuando iniciaba la conquista de un nuevo continente. En el espacio británico, el imperialismo amortiguó los particularismos; en España, los exacerbó. De ahí que el liberalismo español del XIX, con todas sus carencias, limitaciones y defectos, viera en la desaparición del imperio la oportunidad para la reconstrucción de la nación política. En el Reino Unido se ha producido el fenómeno inverso. Los nacionalismos periféricos españoles son una prolongación antiliberal (y moderna) de los particularismos imperiales. Los nacionalismos post-británicos, el síntoma final del desvanecimiento del Imperio. Seguimos siendo asimétricos.

Jon Juaristi, ABC, 25/1/2009