José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La responsabilidad del PP no consiste ahora en tumbar a Sánchez, porque no puede, sino oponerse a sus políticas, condicionándolas, y evitar que la indignación social la rentabilice Vox
Cacerolada mediática al Partido Popular, centrada en dos asuntos: de una parte, el error estratégico de Pablo Casado en el pleno del Congreso que debatió y aprobó la cuarta prórroga del estado de alarma con la abstención de su grupo; de otra, la política de confrontación con el Gobierno de Sánchez (y del PSOE con Madrid) protagonizada por Isabel Díaz Ayuso y su decisión de optar a que la comunidad pasase, sin conseguirlo, a la fase 1 de la desescalada, contra el criterio de su consejero de Sanidad y mediando la dimisión crítica con esa iniciativa de la directora general de Salud Pública.
Es imperdonable que el PP en estos momentos se vea sometido, en parte justificadamente, a una bronca de los medios de comunicación —incluso próximos— cuando el Ejecutivo de Sánchez perpetra error tras error en la gestión de la crisis. Un cúmulo de yerros que el presidente del Gobierno enjuaga con concesiones al PNV —que detecta las hernias políticas con maestría— y gracias a la, para él, venturosa necesidad de Inés Arrimadas de cortar limpiamente con Albert Rivera y demostrar que sus 10 escaños sirven para algo más que formar parte del bloque de las ‘tres derechas’.
El PP padece una enfermedad política autoinmune que, resumidamente, se detecta por lo siguiente:
Es un partido sin modelo de relación con sus socios, que son Ciudadanos y Vox. Las estrategias del PP parecen estar en función de los de Abascal o de los de Arrimadas. El partido de Casado debería establecer cuál es su línea y su discurso, sin dejarlos al albur de los tirones de los unos (siempre en rumbo de colisión, los de Vox) o de los otros (tanteando la supervivencia, los de Ciudadanos). Entre la derecha extrema y el tanteo —entre Vox y Ciudadanos— se encuentra el espacio del buen cálculo, la serenidad y la consistencia, sobre todo porque los populares, en el nivel autonómico y local, son corresponsables de la gestión de la pandemia y de la posterior recuperación socioeconómica y laboral.
Es un partido que no sabe/no quiere entender la significación política de Sánchez. El presidente del Gobierno de coalición es un mal menor para los que le sostienen, sean los independentistas catalanes (con los que seguirá entendiéndose más allá de riñas familiares) o los nacionalistas vascos (son los maestros es succionar energías a la debilidad gubernamental). Siendo esto así, el PP no es alternativa al PSOE-UP por bastante tiempo, de tal manera que su estrategia, cuando la tenga, debe plantearse a medio plazo y reservar para entonces sus energías: cuando los Presupuestos de 2021 tengan que aprobarse bajo determinadas condicionalidades europeas que ahora no sabemos si Pablo Iglesias podrá asumir.
Es un partido clandestino en el País Vasco y Cataluña. No hay posibilidad alguna de aspirar a algo más de un centenar de diputados si en esas dos comunidades (en las que se celebrarán elecciones este año, como en Galicia) el PP carece prácticamente de representación en el Congreso y la tiene históricamente mermada en sus respectivos parlamentos. No se ha constituido en Génova un gabinete de estrategia para recuperar posiciones. Sería un buen momento para hacerlo, porque la España autonómica, descentralizada, con afanes federales, se ha acreditado como un modelo arraigado. Habría que examinar por qué —aunque a muchos nos parezca evidente— el discurso conservador no cala en las sociedades catalana y vasca.
Es un partido con obsolescencias técnicas en el lenguaje y en el análisis de la sociedad española. La comunicación es hoy por hoy —lo escribe Salmon con meridiana claridad— la razón de ser de la política. Ya nadie quiere que nadie levante la voz, utilice un lenguaje hiriente de forma constante o embista a las primeras de cambio. Es la nuestra una sociedad que prefiere un cierto grado de convencionalismo en el lenguaje político. Y que bastante tiene con el estrés que ya carga como para soportar, además, la tensión dialéctica de la vida pública. Sánchez e Iglesias lo han entendido y el papel residual de lo faltón se lo dejan a Lastra y a Echenique. Por eso, el alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, ha acertado: se nota que está pero no hace ruido.
La responsabilidad del PP, la inmediata, no consiste (aunque se crea lo contrario) en tumbar al Gobierno, lo que no podrá hacer, sino en denunciar sus errores, oponerse condicionando sus políticas y evitar que Vox absorba toda la indignación que generan, además de los hechos y la política de Sánchez, el estado de cabreo constante e improductivo de los populares que desnutre a los conservadores y alimenta a los de Abascal.
En definitiva, la cuestión es sencilla: o hacer política del siglo XXI con capacidad de encauzar las energías sociales de manera constructiva, o continuar nadando hasta la extenuación para llegar ahogados a la playa y que Abascal sea el líder de la derecha después de haberse cargado a Casado. Y esa posibilidad debería asustar a las franjas centrales de la sociedad española. Porque si sucediese, Sánchez e Iglesias habrían convertido su sueño en realidad. No siga por ahí el PP porque aunque fugazmente las encuestas le den al alza (GAD 3 y Metroscopia este lunes), los verdaderos logros políticos se consiguen con tiempo, inteligencia y frialdad, no con improvisaciones y visceralidad.