José Alejandro Vara-Vozpópuli

Se adivina un otoño más que caliente. Tiempos duros. Alguien debería estar preparando el brutal despertar de la España durmiente

La quieren aborregada y empieza a estar cabreada. La quieren silente, paciente, y hasta risueña. Una España confinada y anestesiada. Entre Netflix y Matrix. Infantilizada y boba. Y pretenden que aplauda. A las ocho cada noche. No a los sanitarios, una casta admirable y heroica, sino a Sánchez.

Piensan algunos que lo están consiguiendo. Que la febril profusión de comparecencias, ruedas de prensa, declaraciones, reportajes, informativos, nodos, ministros y más ministros… es la fórmula perfecta para conjurar el desastre. Una parafernalia básica que funciona. Han frenado los brotes críticos por la reacción chapucera y tardía ante la evidencia de la invasión y ahora se esfuerzan en darle la vuelta al calcetín de la opinión pública.

Una ley contra los bulos

«Lo estamos haciendo bien», dijo María Jesús Montero, ministra de Hacienda y portavoz del Ejecutivo, la primera en apuntarse a esa letanía. «El Gobierno no tiene que arrepentirse de nada», Fernando Grande Marlaska, ministro del Interior. «Todas nuestras medidas han funcionado», Salvador Illa, ministro de Sanidad. Opinadores de todo a 100, troleros de las redes, saltimbanquis de las ondas, inundan estos días los espacios de debate recitando loas y entonando alabanzas. «Nada de críticas, es la hora de la unidad. Callad, malditos traidores», repiten con unánime desvergüenza. Las televisiones hacen el resto. Rematan la penúltima neurona critica o libre que se pasea por las casas. Por si algo se escapa, Pablo Iglesias, la pareja letal de la coalición del Gobierno, empuja una ley contra los bulos. Estamos a día y medio de amanecer, súbitamente, como por ensalmo, en un régimen totalitario. Más palmas.

No hay féretros, no hay entierros, no hay dolor, no hay llantos. Si acaso, alguna lágrima, pero de alegría. Un bombero que felicita desde la calle a su hija, que se emociona en el balcón. Una abuela que recibe el beso de sus nietos por ese móvil que ya maneja con soltura. Una riada interminable de enfermos que desfila victoriosa entre las ovaciones le tributan los médicos al abandonar el hospital. Como Curro en la Maestranza o Zidane en la Champions. Y hasta una telecomedia para carcajearse de los difuntos en prime time. Si no te ríes, eres fascista. Los informativos recitan las cifras de fallecidos como si fuera el sorteo de la ONCE. No son más que números. El único aspecto del drama que se permite en pantalla es el tedioso confinamiento familiar. La realidad está prohibida. Es un elemento molesto que, con su dedazo implacable, señala inexorablemente al culpable.

No tienen voz, ni presencia. Ni siquiera existen. No hay lugar para el duelo, la despedida, el cristiano responso, el necesario funeral

¿Qué hacemos con los 14.000 muertos? España está en vértice de la estadística de fallecidos por millón de habitantes, que es la que cuenta. ¿Qué hacemos con ellos?. De momento, taparlos. No aparecen. Cierto, no hace falta exhibirlos pero, como aquí señalaba Rubén Arranz, extraña que no se escuche ni a una viuda desgarrada, un hijo aniquilado, un familiar destrozado. No tienen voz, ni presencia. Ni siquiera existen. No hay lugar para el duelo, la despedida, el cristiano responso, el necesario funeral.

«La ofensa más atroz que se le puede hacer a un hombre es negarle que sufra», escribió Pavese, que no era el más optimista de su generación. Sánchez no sólo les niega que sufran sino que pretende que le ovacionen. Con fervoroso entusiasmo. 15 millones de personas siguieron su último ‘Aló presidente’. Una pieza más en la campaña de anular voluntades y captar adhesiones. Lo que no se ve, no existe, es una máxima del marketing publicitario, que Ivan Redondo maneja a la perfección. Ni féretros ni morgues.

La teoría del ‘mal inevitable y universal’, cual si de una plaga bíblica se tratara, cae desbaratada ante el avance de la dramática estadística

Algunos sondeos, posiblemente inútiles en tiempos tan extraños, muestran ya evidencias del hartazgo. Señalan que el Gobierno lo ha hecho rematadamente mal y sitúan a Sánchez, ese aventurero egocéntrico, en el furgón de cola de los líderes occidentales. En las redes (donde Podemos ya ha perdido su férreo control), en los grupos de guasaps, en los mensajes a los medios de comunicación independientes, en las colas del súper o de la farmacia, la desolación deja paso al cabreo. No es una constatación científica pero sí algo evidente y palpable. La teoría que expenden Moncloa y sus satélites sobre el ‘mal inevitable y universal’, cual si se tratara de una plaga bíblica, cae desbaratada ante el avance de la agónica estadística. Muertos y más muertos. Y Simón, afónico y extraviado en su teorema de la mascarilla perdida.

El arca de Noé

Sánchez quiere a España encerrada en sus pisitos de 60 metros. Un mes, dos, tres lo que haga falta. En estado de alarma de permanente, con el Parlamento clausurado, los medios silenciados o bien untados y las voces críticas en el ‘arca de Noé’ de los infectados. Exhibe ahora el ‘Pacto de la Moncloa’ en un absurdo empeño de ‘socializar la responsabilidad’, como le respondió PabloCasado, que empieza a enviar mensajes claros y determinantes. ‘Diálogo social, sí. Cambio de régimen, no’.

España es un país que agoniza. Casi 14.000 muertos, 140.000 infectados, camino a los cinco millones de parados, golpe bolivariano en marcha y una gigantesca sordina instalada en todas las gargantas. La bronca bulle e irá a más. Emergerá la verdad. Muchos supuestos errores se comprobarán delitos. Querrán cobrarse facturas: familiares, sentimentales, labores, económicas, sociales. Bien harían algunos en ir preparando un plan para encarrilar la cólera de los corderos. Se adivinan un otoño caliente y tiempos feroces.