Miquel Giménez-Vozpópuli

Llega un momento en el que adjetivos y sustantivos no van más allá, superados por la realidad brutal, por esa punzada del alma que supone la muerte de tanta gente

Escribir al hilo de la vida diaria es, fundamentalmente, un ejercicio de observación. Pero también comporta un enorme desgaste en lo personal. De ahí que a veces el diccionario se quede pequeño.

Y aunque uno intente encontrar nuevos adjetivos con los que calificar lo que vivimos no siempre lo consigue. Adjetivar es definir, como bien sabía Josep Pla cuando afirmó que los sustantivos los sabe cualquier niño y que lo realmente complicado es colocarles un adjetivo que los presente como una cosa imaginable. La puerta, ¿cómo será? Verde, pequeña, misteriosa, inaccesible, esperanzadora. Una puerta o una persona, qué más da, porque todo es susceptible de ser adjetivado, excelente costumbre que estamos perdiendo los que nos dedicamos a castigar la cuartilla.

Pero aunque se disponga de numerosos diccionarios, llega un momento en el que adjetivos y sustantivos no van más allá, superados por la realidad brutal, por esa punzada del alma que supone la muerte de tanta gente, por los enfermos, por sus familiares que no pueden siquiera verlos, ya no digamos estrecharlos entre sus brazos en una última despedida. Ahí termina el falso orgullo de quien escribe, demasiado insignificante para encontrar la frase que concentre todas esas lágrimas vertidas a diario por miles y miles de seres. Decía Hemingway que ser cronista de guerra obligaba a endurecer la mirada y humanizar la pluma. Que quienes tenemos la responsabilidad de narrar lo que vivimos somos periodistas que tratan de explicar esta guerra con un enemigo invisible, pero letal, es cierto. Que sepamos cumplir esa doble condición es más difícil.

Porque no es cierto que a fuerza de leer cifras de fallecidos los ojos se tornen más fríos, al menos los míos. Tampoco que mi pluma, con mejor o peor fortuna, se humanice más o menos. Lo que sucede es que se rebusca en la gaveta de las palabras y pocas quedan ya que no hayan sido dichas. Repetirlas constituiría una traición al compromiso de intentar ofrecer a quien ha de leerlas una idea honesta de tu opinión. Cuando ahora se habla tanto de la mordaza que se nos intenta imponer a los que opinamos no puedes por menos que sonreír amargamente. Más allá de la consigna y el publirreportaje, existe una tierra de nadie en la que, entre alambradas y cadáveres, nos arrastramos quienes decidimos estar en el frente de las ideas. Y allí ya no queda nada. No quedan palabras. No hay adjetivos. Solo el silencio más terrible, el que nace de la pérdida que nos golpea brutalmente como una bala recibida en el vientre, que te condena a una muerte lenta y agónica, dolorosísima, si no recibes auxilio rápidamente.

Es mal asunto cuando al escribidor, perdido entre unos y otros, esquivando los francotiradores de la letra impresa, percibe que ya no le quedan palabras en la canana y se encuentra desarmado, aislado, perdido en un lugar del que nadie vendrá a rescatarlo.

Es la misma sensación de desespero que cuando en un funeral no te viene a la cabeza nada que no sean gastadas expresiones tan tópicas y poco eficaces. Decir que lo sientes mucho o que acompañas en el sentimiento a los deudos es como hablar del tiempo. No es consuelo, aunque sea una convención social que nos exime de ir más allá en el terreno del dolor propio o ajeno. Supongo que esto mismo le sucederá a mucha gente, quizás a usted, que ahora lee este billete. Y sin embargo, ¡cuántas veces deberemos todavía decirle algo a quien ha sufrido una pérdida! ¡Cuántos entierros aún no celebrados requerirán de nuestra parte unas palabras auténticas que sirvan para demostrar a los que quedan que estamos con ellos, que sentimos su dolor como propio!

A mí se me ha extinguido el vocabulario y por eso no sé que decirle a mi primo Pepe ante la muerte de su hermano Jesús, un hombre bueno, honrado, padre de familia, taxista, de Peñaranda de Duero, cantera de personas de una sola pieza, honestas y dignas de todo mi respeto. Yo no acierto a darle un pésame que pueda consolar el enorme vacío que le deja esta irreparable pérdida a él, a la familia, a todos.

Es lo terrible de la vida. Cuando más falta me hace saber expresarme no sé que decir. Quizá lo único que sepa será abrazarlo muy fuerte cuando esto acabe, como hemos hecho siempre, y decirle que lo quiero mucho. Porque donde finalizan las palabras acaso empiece la verdad del sentimiento.