Jon Juaristi-ABC

  • El nuevo totalitarismo se va imponiendo a través de una religión neopagana que convierte el derecho a la salud en liturgia obligatoria

Me gustan las fábulas, con sus bichos parlantes y sus moralejas. Vamos quedando pocos entusiastas del género. Pero todavía hay quien sabe aplicarlas a la actualidad. Jorge Bustos, el único periodista que conozco titulado en Filología Clásica, lo bordaba cuando quería, tiempo ha.

Y a mí me parece que se puede sacar bastante provecho moral, por ejemplo, de una fábula de La Fontaine, «Los animales enfermos de la peste» (Fables, VII, 1), de la que Samaniego escribió una versión española muy pálida. Traduzco el comienzo del original: «Un mal que expande el terror,/ mal que el Cielo, en su furor,/ inventó para castigar los crímenes de la tierra,/ la peste (pues hay que llamarla por su nombre),/ capaz de enriquecer

en un día el Aqueronte, / hacía la guerra a los animales». El siguiente verso es deslumbrante. Con terrible laconismo, y por vez primera en la Historia, se define la característica principal de una pandemia: «No morían todos, pero todos estaban golpeados por ella». Y, a continuación, se describen sus efectos: «No se les veía ocupados/ en buscar el sustento para una vida moribunda;/ ningún manjar excitaba su deseo;/ ni lobos ni zorros acechaban/ a la dulce e inocente presa./ Las tórtolas se esquivaban,/ privándose de amor y de alegría». Depresión y distancia social por doquier. Aunque desde la «Ilíada» las epidemias han estado presentes en la literatura, sólo en esta fábula de La Fontaine adquieren universalidad.

Pero «no morían todos». Los que sobreviven se organizan para salvarse. Como creen que la causa del mal está en la ira de Dios ante sus crímenes, deciden sacrificar a la peor y más culpable de las bestias. Tras justificar las muertes cometidas por los carnívoros, acaban inmolando al burro, que confiesa haber comido hierba de un prado ajeno. El burro, como su nombre indica, resulta ser lo bastante estúpido para admitir su insuperable iniquidad y muere sin protestar, convirtiéndose así en lo que los griegos llamaban el fármaco, la víctima propiciatoria que devuelve la salud al mundo. La vacuna mítica, para entendernos. Orwell, que leyó las fábulas de La Fontaine antes de escribir «Animal Farm», vindicó al burro en el personaje de Benjamín, un asno viejo, sabio y fatalista, que recuerda el pasado y desconfía de la revolución.

La Fontaine intuyó que las epidemias propician el regreso de las religiones sacrificiales. Giorgio Agamben coincide con él al afirmar que, a diferencia de los totalitarismos clásicos, la transformación política de la que somos testigos «opera a través de la instauración de un puro y simple terror sanitario y de una especie de religión de la salud» que ha convertido el derecho a esta en una obligación jurídico-religiosa.

En la antigua Roma, los grafiteros representaban a Cristo como un burro crucificado y atravesado por una lanza. Y eso antes, mucho antes de La Fontaine. Debían de intuir algo parecido. Con o sin epidemias.