ABC 30/12/12
JUAN CARLOS GIRAUTA
No se esfuercen, Artur Mas no atenderá a razones porque ha depositado sus esperanzas en el peligro. Los dioses ciegan a quienes quieren perder. Vuelve a invocar ahora el derecho de autodeterminación, acusando el cansancio de los materiales nacionalistas. Gentes más pulcras de su familia política reconocen que, no siendo Cataluña una colonia, tal constructo jurídico es inaplicable. Por no citar el explícito pronunciamiento de Naciones Unidas, que niegan la validez de un derecho tal cuando se predique de territorios integrantes de un Estado miembro. Fue justamente la conveniencia de eludir el vedado constructo lo que impulsó el famoso «derecho a decidir», ambigüedad que aspira a superar las limitaciones de la «autodeterminación» ampliando el «concepto democrático», que resumo: si un pueblo se pronuncia muy mayoritariamente a favor de la secesión, ¿cómo negársela?
La cuestión que se suscita de inmediato es la naturaleza del sujeto decisor: ese «pueblo» cuya voluntad no cabría democráticamente negar. Entiendo que un acto de soberanía corresponde a un sujeto soberano, en nuestro caso el pueblo español. Pero el debate no acaba aquí, pues los secesionistas catalanes que mantienen algún rigor (de este grupo podemos restar a Artur Mas, al menos hasta que vuelva a comprender que el derecho a la autodeterminación es una vía muerta) aducen la existencia, indiscutible, de actos de soberanía fundacionales. A veces se convierte en legítimo y legal lo que ha comenzado como ilegítimo e ilegal. La historia está llena de ejemplos. De acuerdo, pero a nadie se le escapa que existe una condición necesaria: que se salga triunfador de un conflicto. Con todas las de la ley (rota).
Es importante comprender que tal conflicto ya ha comenzado. Aunque no pasara por enfrentamientos violentos, ningún empeño similar al de Mas puede plantearse, ni mantenerse, ni mucho menos ganarse sin una quiebra social profunda, una ruptura traumática de los afectos en los subsistemas que conforman la sociedad, incluyendo círculos familiares, de amistad, laborales y profesionales. Este es el precio que, de momento, el nacionalismo catalán gobernante está dispuesto a pagar. A que paguemos, debería decir. Debe quedar claro: Mas no cree que esté en su interés minimizar ese conflicto; al contrario, alentándolo ambiciona construir una mayoría secesionista inexistente.
Él sabe perfectamente que hoy no ganaría un referéndum de independencia. Peor lo tendría el secesionismo si planteara su pregunta con claridad y concisión, y sin engaños europeizantes. Un reciente estudio demoscópico del Grupo Godó reducía a una tercera parte los votantes de CiU que escogerían la independencia si esta supusiera la salida de Cataluña de la Unión Europea (como es el caso). He ahí el marco catalán, aún relativamente prudente, que el nuevo gobierno de la Generalidad se dispone a alterar entregándose a «la colisión». Cuanto más intensa sea, mejor; mejor cuanto menos se dialogue; mejor cuantos más frentes alcance. Los catalanes sufriremos en distintos grados: en entornos reducidos, el control de los políticamente programados para el conflicto será total; su presión, insoportable para el disidente o el tibio. Un pobre concejal del Partido Popular acaba de votar a favor de la desobediencia contra la ley Wert, declarando al ministro «persona non grata».
Lo deleznable del plan de Mas no son sus fines separatistas; los partidos separatistas son legales en España. Lo deleznable, lo incomprensible, lo que le define, y lo que acabará pagando caro, es que escoja un medio que implica el destrozo de afinidades e intereses comunes, que mina la convivencia e incendia los ánimos. Además, frustrará a muchos jóvenes que no necesitan más frustraciones. El nacionalismo es una fuerza destructiva. Esa tozuda verdad acaba mostrándose tarde o temprano.