TONIA ETXARRI-EL CORREO

Después del debate en televisión en el que se vio a Isabel Díaz Ayuso consolidada y a un Pablo Iglesias ‘surfeando’ sobre la gestión y descolocado del escenario, llegaron las amenazas de grueso calibre a la campaña de Madrid. En otros tiempos recientes algunos políticos recibieron misivas similares (Albert Rivera o Rita Barberá, por citar dos ejemplos) y es de justicia reclamar una condena sin paliativos. Que el exvicepresidente haya jaleado y justificado sabotajes y escraches contra sus rivales, no es óbice para que se le dé el mismo trato. Es cuestión de talante democrático.

El primer brote de violencia de la campaña apareció en un mitin de Vox. Piedras contra los candidatos. Violencia que la mitad del Gobierno (PSOE) de La Moncloa no condenó y la otra mitad (Podemos) justificó. Por eso es importante exigir coherencia. A todo el mundo. No porque la palabra de Iglesias haya que ponerla en cuarentena se debe ridiculizar su situación. Dijo en televisión que fue él quien ordenó la desinfección de las residencias por la UME, atribuyéndose un mérito del Ministerio de Defensa, a quien había recurrido la presidenta de Madrid. Se colgó una medalla que horas después le quitó la propia ministra Robles con su desmentido. Iglesias encarna la falsedad y la propaganda. Lo piensan los encuestados en los sondeos. Pero ante las amenazas no caben provocaciones como la de Rocío Monasterio. Su empeño en sugerir que las cartas con bala son un montaje ha servido de excusa a la extrema izquierda para apuntalar la estrategia de la tensión en el ecuador de la campaña.

El debate televisivo no le había sido propicio a Iglesias. Tampoco a Gabilondo que sorprendió con su bandazo al decirle a «ese Iglesias» con el que no quería pactar que les quedaban doce días para ganar. Juntos. Iglesias se alimenta de la confrontación. Y Vox necesita visibilidad ante la fuerza arrolladora de Díaz Ayuso. Pero con su negativa a creerse las amenazas le ha servido la ocasión a Iglesias en bandeja de plata. Tensión de brocha gorda. Ya tiene lo que buscaba. Nada de gestión (de la que nada sabe y se desentiende) sino mensajes de trinchera.

Y esa estela la está siguiendo el sanchismo, que pretende eclipsar la encarnación de la oposición a Sánchez ( ejercida por la presidenta de la comunidad) y el equilibrio entre la lucha sanitaria y el mantenimiento de la hostelería y el comercio. Unos argumentos imbatibles contra los que ahora se expone la confrontación ideológica. Gabilondo, cabalgando sobre lo que quisiera ser y el guion que le marca La Moncloa, se ha apuntado a la polarización. Ha quedado a la sombra de Iglesias. Referentes históricos del socialismo y la izquierda, como Savater, Nicolás Redondo y Joaquín Leguina se han alineado con Díaz Ayuso, que para ellos es el centro liberal. Enfrente, la imagen de Gabilondo flanqueado por Adriana Lastra y el presentador Jorge Javier Vázquez queda intelectualmente mermada.

¿Conseguirá la izquierda cambiar el marco electoral de la opinión pública en Madrid? Si en lugar de la salud y la economía, la hostelería, el IFEMA, el Zendal y las colas del hambre pretenden imponer la alarma ante un presunto peligro fascista, puede que consigan mayor movilización. Por eso Sánchez explota la radicalización. A ver si da la vuelta a su desgaste. El espantajo de la ultraderecha para recrear una especie de peligro virtual genera una tensión añadida. ¿A quién beneficia la polarización? Está en juego una baza más trascendente que la de ganar unas elecciones autonómicas.