Cabalgar un tigre

ABC 04/01/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· Si nuestros políticos patrios mostraran altura de miras, tal vez el ejemplo de Mas y la difunta Convergencia servirían de revulsivo

EL fracaso hoy se llama Artur Mas y habita en Cataluña. Es imposible caer más bajo de lo que se ha arrastrado él durante los últimos meses para llegar al final del calvario con un portazo en las narices. No cabe humillación mayor de la que le ha sido infligida. Si su mentor, Jordi Pujol, antaño «muy honorable», es ahora señalado como «extremadamente corrupto», a él le espera el desprecio de cuantos le han padecido en un horizonte penal repleto de incertidumbre. El balance de su mandato al frente de la Generalitat se resume en tres palabras: ruina, fractura, ridículo.

Mas jugó a ser el Moisés de una nación sojuzgada y se ha quedado en patética parodia de caudillo bananero. Confundió el ruido de la calle con la voluntad del pueblo. Se abrazó al independentismo como quien se agarra a un clavo ardiendo, tratando de ganar tiempo e impunidad, sin conseguir otra cosa que sufrir una tortura cruel antes de ver rodar su propia cabeza política. Quiso huir hacia adelante cabalgando a lomos de un tigre y ha sido devorado por la fiera.

La CUP ha dicho finalmente «no» a la investidura del candidato propuesto por Junts Pel Sí, por ser él quien es y llevar impregnado en la piel el hedor a cloaca que desprende su partido. De nada le ha valido al líder del nacionalismo antaño moderado echarse al monte del republicanismo separatista o aceptar un cuarto puesto tan vergonzoso como vergonzante en la lista híbrida que, lejos de unir, partió por la mitad a la sociedad catalana. Han sido baldíos todos sus intentos de soborno al uso ofreciendo cargos y prebendas. Sus muchas penitencias públicas, tan humillantes para él como para la institución que representa, han caído en saco roto. El veredicto implacable ha sido «no», a pesar de que la mismísima Terra Lliure, heredera de quienes mataron en pro de la independencia, había levantado el pulgar. En esa amalgama de grupúsculos antitodo, enemigos de la disciplina y sin nada importante que perder, resulta imposible ejecutar un plan por bien orquestado que esté. Todo es volátil, imprevisible, asambleario, caótico. Tan caótico como el futuro al que se enfrenta una comunidad autónoma abocada a regresar por cuarta vez a las urnas en menos de cinco años, con un pronóstico demoscópico que duda entre asignar la victoria a la Esquerra Republicana de Junqueras o dársela directamente a la plataforma podemita encabezada por Ada Colau.

Si nuestros políticos patrios mostraran verdadera altura de miras. Si alguno se hubiese molestado en hacer algo de autocrítica desde el pasado 20-D y no se empeñara en confundir sus deseos con la realidad. Si imperara el patriotismo en lugar de la ambición personal, tal vez el ejemplo de Mas y la difunta Convergencia servirían de revulsivo. Lamentablemente, me temo, no será así. Pedro Sánchez y sus pretorianos seguirán pensando que el pueblo ha votado «cambio» (en lugar de reconocer a cada formación sus escaños) y harán todo lo que esté en su mano por cabalgar a lomos de Pablo Iglesias. Este se dejará querer, convencido de haber obtenido del electorado un mandato popular para redimir a la izquierda, dinamitar una Constitución obsoleta y llevarnos del ronzal a eso que llama la «plurinacionalidad». Los barones supuestamente sensatos harán como que critican, pero no tomarán medidas que impidan gobernar a sus siglas. En el cuartel general del PP seguirán aferrándose a la esperanza de una investidura imposible, nadie le pedirá a Rajoy que dé paso a otro candidato o candidata sin vinculación con un pasado manchado, e incluso habrá quien se atreva a decir, como en el último Comité Ejecutivo, que «España nunca fue tan azul».