Caballos pintados

SANTIAGO GONZÁLEZ, EL MUNDO 25/11/13

· En enero de 1995, el joven Santiago Abascal llevaba un mes afiliado al PP cuando ETA asesinó a Gregorio Ordóñez. Aquel chico, que no había cumplido aún los 19, empezó a entender que había contraído una responsabilidad cívica y política que en Euskadi se pagaba con la vida.

Cuatro años después estudiaba Sociología en Deusto cuando ETA rompió la tregua de Lizarra y empezó a ir a clase acompañado. Euskadi era el único país del mundo en el que el terrorismo insurgente no amenazaba al Gobierno, sino justamente a la oposición. Santiago era un estudiante con escolta. Los diputados generales o el lehendakari no la necesitaban, pero él sí, al igual que su padre, concejal del PP de Amurrio. Hubo un alcalde en La Rioja alavesa que iba a vendimiar con protección policial y mujer de la limpieza hubo que acudía a su quehacer diario con su mocho, su cubo y sus escoltas.

El 23 de julio de 2000, los Abascal se despertaron en una pesadilla. Los caballos de la familia amanecieron con pintadas en sus lomos: Abascal, cabrón; Abascal, hijo de puta. Lo había imaginado Roberto Benigni en una hermosa fábula sobre el horror, el amor y la libertad, que habíamos visto en los cines dos años antes: La vida es bella. Los fascistas de Arezzo habían pintado de verde el caballo del tío Eliseo y en su lomo habían escrito: Achtung, cavallo ebreo.

Hoy sabemos que Abascal ha escrito una carta al presidente del PP, dándose de baja, como Ortega Lara hace cinco años. Las razones vienen a resumirse en su escasa predisposición a militar en un partido que hoy flota en el tercer espacio definido por Jonan Fernández, entre el pacto de Ajuria Enea y el mundo de Herri Batasuna. Tal vez ese tercer espacio sea el in medio virtus que define Oyarzábal entre los exaltados (víctimas) y los fanáticos abertzales. O lo que el ministro del Interior llamaba «el cauce central de la solución», sin reparar en que Jonan había definido su «lugar flagrante y nulo» en Aranzazu, sitio oteiziano donde los haya. El tercer espacio es el vacío del Cromlech, la concavidad de la txapela, aunque sus habitantes no lo sepan.

A Rajoy se le ha abierto otro siete con la marcha de Abascal. No por la pérdida en sí; «todos somos contingentes, sólo tú eres necesario», le decían los lugareños al alcalde en Amanece que no es poco. El presidente es hijo de su hemeroteca, de aquel «traicionar a los muertos» que le reprochó a su antecesor en 2005. La desafección de las víctimas, aunque no tuvieran razón –no creo que el Gobierno haya negociado, es sólo miedo escénico–, cae sobre él como si hubiera escupido a barlovento.