«A Kamal lo mataron delante de mis ojos. Eran seis encapuchados. Le dieron el alto y le pidieron el carné. Cuando vieron que era cristiano, le descerrajaron un tiro en la nuca y huyeron en varias motocicletas». Abdalá Shukrali relata el asesinato aturdido aún por un suceso que ha trastocado su existencia y la de cientos de residentes cristianos de Al Arish, la capital del norte del Sinaí.
En el último mes los militantes de la filial local del Estado Islámico (IS, por sus siglas en inglés), que campan a sus anchas por la geografía de una península fronteriza con la Franja de Gaza, han segado la vida de siete miembros de la minoría copta. El último crimen se registró el pasado jueves y desde entonces decenas de familias como la de Abdalá han emprendido una atropellada huida hacia Ismailia, una de las principales ciudades egipcias que jalonan el canal de Suez. «Alguien dejó un mensaje con amenazas debajo de la puerta. A la mañana siguiente escapamos con lo puesto. He vivido durante 40 años en el Sinaí y jamás había abandonado mi casa como lo he hecho ahora», balbucea este jubilado de 65 años, enfundado en galabiya (túnica tradicional) y turbante.
Los suyos no son los únicos lamentos que se han instalado en las iglesias de Ismailia y en las estancias del albergue juvenil que acoge a parte de la diáspora. En el jardín del hotel con vistas a una de las rutas marítimas más transitadas del planeta, Nawa Fauzi descansa vestida de riguroso luto. Su cuñado Medhat falleció la semana pasada en otro de los homicidios que han sembrado el terror en Al Arish. «Eran las 10 de la noche. Llamaron a la puerta. Medhat abrió y le dispararon sin mediar palabra. Saad, su padre, también fue asesinado. Luego prendieron fuego a la casa», narra Nawa, que no ha regresado al pueblo desde el funeral. «Lo dejé todo allí. No tengo esperanza de volver pronto», admite.
El dolor se ha propagado entre quienes a diario cruzan el canal. «Son ya 120 familias las que han llegado y hay otras muchas en camino. Llegan en furgonetas y microbuses por la noche o a primera hora de la mañana tras cinco horas de viaje», explica Fadi Muris, uno de los voluntarios que recibe a los desterrados entre los muros de la iglesia anglicana de Ismailia, un recinto plantado junto a una de las sedes del canal.
Por el patio de la parroquia, donde dos niños juegan al balón, despuntan unos destartalados tresillos y un puñado de solemnes sillas. Los recién llegados buscan acomodo en las estancias de una vieja escuela reconvertida en refugio. «Fui testigo de dos guerras y jamás pasó nada como esto», murmura entre lágrimas Safin Girgis, un vecino de 95 años traumatizado por el éxodo. «Si la policía y el ejército, que están armados, no pueden hacer nada. ¿Qué será de nosotros? Cada día caen soldados y agentes. Ahora Al Arish es sólo sangre y muerte», maldice. Desde 2013 el régimen del ex jefe del ejército Abdelfatah al Sisi ha incrementado la presencia de fuerzas de seguridad en un área vetada a la prensa y ha destruido miles de viviendas para crear una «zona colchón» en el enclave fronterizo de Rafah. Lejos de ahogar a la insurgencia, las huestes de Wilayat Sinai –la rama local del califato proclamado a caballo de Siria e Irak– han firmado ataques cada vez más audaces. En octubre de 2015 reivindicaron el atentado contra un avión ruso que cubría la ruta Sharm el Sheij – San Petersburgo, en el que murieron las 224 personas que iban a bordo. Cientos de soldados y policías egipcios han perecido en continuos atentados.
«Me he acostumbrado a ver los cadáveres de los asesinatos», confiesa Girgis Saba, un empleado cristiano del hospital de Al Arish. «En la ciudad hueles la muerte y las sirenas de las ambulancias nunca dejan de sonar. Hay un toque de queda desde la una de la madrugada hasta las cinco pero no sirve de nada. Los terroristas salen de sus escondites a las nueve de la noche», desliza cargado de desconfianza. «Los miembros del Daesh [acrónimo del Estado Islámico en árabe] son como diablos. Viven entre nosotros. Llegan, golpean tu puerta o la derriban, te matan y desaparecen. Nadie sabe quienes son y las fuerzas de seguridad, que suelen montar guardia en los alrededores pero no patrullan el interior de la ciudad, no pueden pararles los pies». Un modus operandi que ha desatado el pánico.
«Es una cacería. Primero fueron a por los policías y los soldados. Ahora el blanco son nuestros fieles», confirma el padre Yohanna Ibrahim mientras arrastra su sotana negra por los pasillos del albergue que acoge a una nueva comitiva de parias. «No sé si los terroristas les amenazaron, pero la policía no acudió a ayudarnos ni nos escoltó cuando emprendimos el camino», despotrica Adi el Munir, un padre de familia de 53 años que suspira por volver a su hogar. «Al Arish es mi vida. Si lo visitas, lo entenderás. A su lado, Alejandría no vale nada».