Gregorio Morán-Vozpópuli
  • Mientras que Gorbachov murió con 91 años en la cama de un hospital donde llevaba ingresado desde hacía tiempo, el magistrado Pascual Estevill lo hizo a los 89, en su casa, acogido a todas las ventajas de un delincuente rico y prepotente

Los veranos son pródigos en finales biográficos. Quizá sea como en las demás estaciones, pero se nota más. Me detengo en dos que no tienen nada que ver entre sí, ni por sus biografías ni por su envergadura, pero que marcan un tiempo, casi podríamos decir una época. Mijaíl Gorbachov y el Lluis Pascual Estevill. El primero cambió el mundo y sucumbió en él, el otro representó la forma más despreciable de la política, la judicatura y la sociedad de Cataluña. Mientras que Gorbachov murió con 91 años en la cama de un hospital donde llevaba ingresado desde hacía tiempo, el magistrado Pascual Estevill lo hizo a los 89, en su casa, acogido a todas las ventajas de un delincuente rico y prepotente.

El respeto que se merecen los muertos siempre me ha parecido una hipocresía social que habría de buscarse en nuestro ADN judeocristiano, porque oculta lo único importante del fallecido, que es su pasado; sus obras y mezquindades. La compleja personalidad de Mijaíl Gorbachov, su trayectoria política y su papel de estadista, obliga a tenerlo en consideración. No es poca cosa ser el todopoderoso rector de la segunda potencia del mundo durante la «guerra fría». Ponerlo al lado de un despreciable chantajista de la judicatura como Pascual Estevill se debe al malhadado azar de la muerte. Recuerdo que al tiempo que moría Franco se acababa el agostado poeta Luis Felipe Vivanco, que ni siquiera mereció una reseña necrológica.

En España no hemos sido pródigos en los análisis sobre la figura de Gorbachov, fuera de las evocaciones. Dos que podían haberlo hecho, porque lo siguieron de primera mano, Rafael Poch y Pilar Bonet, corresponsales en Moscú entonces, debieron resignarse a la parcela que conceden a los veteranos las corrientes espasmódicas de “la vibrante actualidad”. Lo mejor lo habían dejado ya en sus libros, sospecho que descatalogados. Hay quienes se quejan del carácter efímero de lo digital, sin darse cuenta que los libros llevan siendo efímeros desde hace muchos años.

Gorbachov fue el último líder comunista que creyó en la posibilidad de cambiar la dictadura del Partido por un sistema menos autoritario, pero que mantuviera su hegemonía dentro del régimen

Gorbachov fue el último líder comunista que creyó en la posibilidad de cambiar la dictadura del Partido por un sistema menos autoritario, pero que mantuviera su hegemonía dentro del régimen. Si repasamos su biografía encontraríamos que pocos como él habían sido formados para la tarea. Funcionario modelo de un partido como el PCUS. Todos sus pasos se ajustan al aparatchiki pero con una fuerza y una convicción insólita en tiempos de Breznev; algo no frecuente, se había casado con Raisa Maksimovna, una profesora de filosofía. Como en toda sociedad con una fuerte deriva mafiosa, lo que fue deviniendo la rusa desde el período criminal de Stalin, son los lazos de familia o de ciudad los que garantizan el ascenso de un funcionario a la categoría de dirigente. Había nacido y crecido en Stávropol, en el sudeste ruso, al igual que Yuri Andropov, jefe de la todopoderosa KGB, quien le catapultaría a la dirección del Partido.

No podía haber tenido mejor padrino que Andropov quien ya anciano sería el incontestable líder durante quince meses de una potencia que llegaba a su punto máximo de decadencia, la gerontocracia. Gorbachov, con la imprescindible ayuda de su padrino y la del no menos anciano Mijail Suslov, otro hombre pasado por Stávropol y garante de la ortodoxia en el sistema soviético, formaron el tándem irresistible que llevaría a Gorbachov a la secretaría general. Pensaban que ese joven ¡tenía 54 años! podría rehabilitar un sistema que había nacido con la huella del terror.

Gorbachov conocía muy bien el régimen; era un producto de la Unión Soviética. Lo que no conocía tanto era el mundo exterior y muy en concreto la ambición de su enemigo principal, los Estados Unidos. Mientras él creía que cerrar el capítulo de la Guerra Fría facilitaría el entendimiento, no contaba con dos elementos que se le escapaban: cómo abordar un cambio drástico del precario sistema económico soviético y cuál iba a ser la dinámica post imperial del caduco Pacto de Varsovia y los enclaves subvencionados con el erario ruso, Cuba por ejemplo.

La sociedad rusa no conoció nunca, ni siquiera en los meses del gobierno de Kerenski en 1917, nada parecido a unas libertades civiles ni un parlamento elegido democráticamente. Llegó el momento de la liberalización y lo que para unos era “crisol de naciones” y para otros “cárcel de pueblos” estalló en una dinámica imparable. La geopolítica convirtió a los vasallos en dueños de su destino, un destino que tenía muy claro el rechazo al pasado. Alemania se unificó con la inestimable ayuda de Gorbachov, pero los aliados de EEUU jugaron muy fuerte para lograr la desmembración de Yugoslavia, especialmente esa misma Alemania que reconoció, ayudó e incitó a Croacia para la enésima guerra de los Balcanes, en la que Serbia, eterno aliado ruso, desempeñó el siniestro papel de incendiario.

No exagero, pero me pasé años escuchando a los más preclaros representantes del seny -la sensatez en epifanía- narrar entre admiraciones el rigor jurídico de las iniciativas del magistrado Pascual Estevill

Cuando Gorbachov se quedó solo y con los frentes abiertos de las nacionalidades, el boicot hipócrita de los Estados Unidos y la Unión Europea, una economía periclitada que hacía añorar la pasada estabilidad soviética por muy precaria que fuera, entonces se acabó todo para él. Llegó Boris Yelsin, un perillán dipsómano y grosero, implacable con quien no quisiera participar en el festín de los restos del naufragio, pero muy bien visto en Occidente; como el oso borracho de los circos antiguos. De aquellos lodos salió Vladimir Putin.

En vísperas de la Diada en Cataluña, convertida ahora en la cabalgata del independentismo, es seguro que nadie llevará una pancarta con un crespón negro en recuerdo del último modelo de jurista catalán, Lluis Pascual Estevill. No exagero, pero me pasé años escuchando a los más preclaros representantes del seny -la sensatez en epifanía- narrar entre admiraciones el rigor jurídico de las iniciativas del magistrado Pascual Estevill. Incontestable modelo autóctono de tenacidad. Pastor en su infancia de Tarragona -nació en Cabacés-, migrante económico a Barcelona, camarero de un restaurante emblemático, por buen nombre “La Puñalada”. Desconozco, como casi todos, sus estudios de letrado pero sí sus primeras ambiciones políticas: fallido procurador en Cortes de Franco y reincidente de nuevo en la UCD suarista.

Conocemos su gloria. Magistrado chantajista en la Audiencia de Barcelona. Ahora que tanto se discute sobre el galimatías del CGPJ, debería citársele porque fue vocal por exigencia de Jordi Pujol. Lo avaló Roca Junyent y lo aprobaron todos. No fue hasta que el empresario Beltrán de Caralt le paró los pies en su desvergonzado afán de lucro, que nos enteramos que el jurista por excelencia de Cataluña era un delincuente veterano. La muerte une lo que la vida separa.