IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Todos los escándalos de corrupción, como las familias felices de Tolstoi, siguen trayectorias parecidas. De abajo arriba

En la ya por desgracia larga historia de la corrupción contemporánea en España existen dos nítidas constantes: el comportamiento zafio y el lenguaje procaz de los estratos más bajos de las tramas y la reivindicación de dignidad que en los primeros momentos enarbolan los altos responsables. No ya la presunción de inocencia, que los asesores aconsejan descartar para no provocar el efecto inverso de confesión de culpa –el célebre ‘I´m not a crook’ de Nixon, ante el que todos los americanos vieron a un ladrón excusándose–, sino una apelación al honor atropellado por supuestas noticias falaces. El honor de Roldán, el honor de Pujol, el honor de Bárcenas, de Correa o de Granados, el honor de los dirigentes andaluces de los EREs que terminaron en la cárcel. El honor mitológico de los independentistas catalanes, portavoces de un destino manifiesto en cuyo nombre hasta Puigdemont intenta mantener el título oficial de Molt Honorable. Incluso los asesinos etarras, ya en otra categoría moral y penal, pretenden disfrazan su delirio de sangre bajo el pundonoroso ropaje de ‘gudaris’.

Esta protesta calderoniana, a la que ayer se sumó Francina Armengol, es muy meritoria pero suele tener limitado su recorrido. Más o menos hasta que las evidencias judiciales demuestran la solidez de los indicios. Antes de ello, por lo general, los partidos que comenzaron recomendando resistir a los presuntos –«sé fuerte»– les acaban retirando el inicial apoyo político con la esperanza, casi siempre vana, de reducir los daños del estropicio. Hay ocasiones, es verdad, en que los encausados salen absueltos –Paco Camps lleva diez sentencias favorables, por ejemplo–, y precisamente por eso los que saben que no son inocentes deberían mostrar cierto pudor a la hora de pedir respeto. Hemos visto demasiados émulos solemnes de Pedro Crespo que a medida que avanza el proceso terminan reducidos a vulgares personajes del género picaresco.

Todos los casos de corrupción, como las familias felices de Tolstoi, se mueven en coordenadas muy parecidas: investigaciones piramidales construidas de abajo hacia arriba. Y tendría que saberlo mejor que nadie un Gobierno que llegó al poder como supuesto antídoto de la venalidad del entorno marianista. Los cortafuegos pueden frenar o entorpecer algunas denuncias periodísticas pero no acostumbran a funcionar cuando un acusado en aprietos presta declaración ante la justicia. El ruido que está armando el escándalo de las mascarillas aún no ha alcanzado, ni de lejos, su potencial dimensión crítica. Un asunto en el que hay tantas instituciones y organismos públicos involucrados no se va a depurar entregando sólo la cabeza (de turco) de Ábalos, ni menos con proclamas de decoro abstracto o con débiles, manidas excusas de argumentario. Faltan muchas sombras por iluminar y es cuestión de tiempo que las linternas empiecen a apuntar alto.