EL CORREO 08/02/15
JAVIER ZARZALEJOS
· No es en absoluto seguro que la estabilidad necesaria para la recuperación económica pueda articularse sobre el reparto de fuerzas que salga de este año electoral
Los politólogos, tan de moda últimamente, suelen distinguir, tratándose de elecciones, entre las que son de cambio y las que son de continuidad. Las primeras son aquellas en las que la competición electoral gira en torno a la alternativa de gobierno –como las del 2011– y se celebran en un clima social de tensión reconocible –‘pulsión de cambio’ lo llaman– que apunta a la sustitución del Gobierno. No siempre las elecciones de cambio finalmente lo producen, como ocurrió en 1993 cuando el Partido Socialista obtuvo una prorroga en el Gobierno de tres años frente a un PP en progresión amenazante para Felipe González, pero siempre lo anticipan para más pronto que tarde. Otras veces el cambio no sólo se produce sino que desborda las previsiones, como en 1982 con la ‘hipermayoría’ del PSOE que obtuvo 202 escaños; o en 2011, cuando los socialistas se desfondaron y perdieron 4 millones de votos mientras el Partido Popular conseguía 186 asientos en el Congreso y 11 millones de votos.
Las elecciones de continuidad se producen cuando la competición electoral se presenta tan desequilibrada que se reduce a determinar el grado de desgaste o indemnidad del partido en el Gobierno. Precedentes hay para todo, aunque tal vez destaque la sobrada mayoría absoluta del Partido Popular en el año 2000 que superaba con creces la ajustada mayoría obtenida cuatro años antes. El PP mantenía el Gobierno y más aún, invertía la tendencia registrada antes y después de partidos en el Gobierno que han ido de más a menos, acusando la pérdida de apoyo popular que se entiende inherente al desgaste de quien ejerce el poder. Se verificó entonces la máxima atribuida a Giulio Andreotti para quién el poder desgasta, sobre todo al que no lo tiene. Lo puede atestiguar aquel PSOE de Joaquín Almunia que creyó ver su oportunidad en costosos pactos preelectorales con la Izquierda Unida de Francisco Frutos.
No hace falta decir que el partido de gobierno aspira a que todas las elecciones sean de continuidad mientras la oposición busca elecciones que se disputen en torno al cambio. Pues bien, lo que parece consolidarse a medida que los sondeos electorales reiteran tendencias, aunque tengan todavía un valor predictivo muy limitado, es que las próximas elecciones, casi todas las que van a celebrarse en este apretado 2015, van a ser elecciones de cambio. Y van a ser elecciones de cambio incluso aquellas que, como las generales, cabe prever que mantengan la continuidad del Partido Popular como primera fuerza política a nivel nacional.
Factores como la evidencia de la recuperación económica, que significa la fructificación de un extraordinario esfuerzo de la sociedad, y un horizonte de incertidumbre como el que muchos ven dibujarse invitan a apostar por la continuidad. Pero el clima de desafección a la política, la desagregación de las clases medias, la interiorización de que existe una profunda crisis institucional e incluso el deseo de hacer efectivos los frutos de la recuperación están demostrando ser factores de cambio no menos poderosos. En este contexto, aparecen fuerzas políticas emergentes que tratan de ampliar su audiencia presentándose como superadoras de los parámetros de la ‘vieja política’. Podemos dice que no son de izquierdas ni de derechas –una afirmación que hasta ahora se decía que delataba como derechista a quien la hacia– y Ciudadanos, a su manera, juega con la misma resistencia a una definición ideológica precisa. De hecho, los partidos que se identificaban ideológicamente por su nombre o identificaban a la familia política de pertenencia –nacionalista, socialista, comunista, liberal, popular– han dejado paso a denominaciones ambiguas y omnicomprensivas que remiten a la subjetividad del votante para eludir limitaciones ideológicas. Podemos, qué, quiénes, cuándo. Ciudadanos, lo somos todos en una democracia efectiva y avanzada.
La entrada de nuevos actores es una de las complicaciones estratégicas que tienen que afrontar los partidos mal llamados ‘tradicionales’. El tablero político cambia, como es previsible que cambie el tablero territorial de modo que se produzcan en las comunidades autónomas resultados cada vez más divergentes según el tipo de elección, municipal, autonómica o nacional, de que se trate.
La complejidad que va a resultar de estas transformaciones nos situará probablemente en un terreno inexplorado y por eso mismo preocupante. La estabilidad que ha sido decisiva para superar el riesgo de fusión nuclear que amenazó a la economía española en 2011 y 2012 va a seguir siendo un activo fundamental para entrar de lleno en la recuperación económica que España ya enfila. Pero no es en absoluto seguro que esa estabilidad pueda articularse sobre el reparto de fuerzas que salga de este año electoral.
El Partido Socialista se encuentra en un atolladero verdaderamente histórico, y para algunos, crítico. El Partido Popular puede contar razonablemente con mantenerse como primera fuerza y, por tanto, con la responsabilidad de vertebrar una fórmula de gobierno viable. De momento, tiene ante sí un reto estratégico que no es nada fácil de plasmar en el discurso político y electoral porque ni debe renunciar a exhibir sus logros y a alentar en el electorado las lógicas expectativas de prosperidad que se derivan de aquellos, ni puede tampoco acentuar su apuesta por la continuidad, ya sea alegando el éxito económico o el temor a Podemos, hasta el punto de dejar que sean otros los que representen e interpreten en el peor sentido los deseos de cambio.