Camelot

JON JUARISTI, ABC 29/09/13

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Mutis no fue un rezagado del «boom» literario latinoamericano, sino un novelista de la gran tradición clásica.

Conocí a Álvaro Mutis en Ciudad de México a comienzos del año 1986, que sería el de su tardío repunte literario gracias a su novela La nieve del Almirante. Hasta entonces había sido un autor de culto, vale decir de minorías. Yo sólo había leído de él la SummadeMaqrollelGaviero, publicada en España por Barral en 1973. Mutis me pareció, de entrada, un anciano venerable (tenía justamente la edad que ahora yo tengo y unos treinta centímetros más de estatura). Me saludó con una cortesía alambicada y pomposa, y durante la primera parte de la cena en casa de Mariapia Lamberti y Aurelio González, a la que además de Álvaro y Carmen habíamos sido invitados un matrimonio de violinistas polacos y yo mismo, insistió en convencernos de que los polacos y los vascos éramos los pueblos más monárquicos de Europa. Se extendió en larguísimas disquisiciones sobre los Jagellones, los Sobieski y las tumbas de los pretendientes carlistas en Trieste, dando por hecho que estábamos perfectamente al tanto de los mínimos detalles escabrosos de las biografías regias que sacaba a relucir. A los postres, me di cuenta de que nos estaba obsequiando con un espléndido pastiche de Conrad, Borges y Evelyn Waugh y de que estábamos ante uno de los escritores más gamberros y divertidos de la lengua española.

El legitimismo de Álvaro Mutis se abastecía de teorías insólitas para evitar que lo asimilaran a cualquiera de las tendencias monárquicas realmente existentes. Cuando don Juan Carlos I visitó por primera vez la capital mexicana, Álvaro lo saludó besándole la mano e hincando la rodilla. Explicó después que así lo prescribía el protocolo borgoñón, que era el que debía usarse con la Casa Real española, a su juicio «más habsbúrguica que borbónica». Un juicio tan taxativo y arbitrario, que le llevaba a sostener, sin cortarse un pelo, la precedencia del Príncipe de Asturias sobre Otto de Habsburgo en el derecho al trono imperial austrohúngaro. Y, por supuesto, se pronunciaba con idéntica prosopopeya sobre todos los contenciosos dinásticos de Europa.

Yo creo que la condición de camelotduroi por libre no era una máscara literaria en Mutis. No pretendía construirse un personaje. La nostalgia de las monarquías absolutas y aún del Sacro Imperio Romano Germánico constituía en su caso la otra cara de un profundo descontento con la realidad. No hacía concesión alguna al optimismo y la aventura distaba de ser en sus novelas una experiencia eufórica. La relacionaba con el trópico, lugar por excelencia de la desesperación. A la manera de Conrad, su maestro, creaba héroes sin esperanza ni convencimiento que recorrían los mares o los grandes ríos en embarcaciones podridas hasta la quilla. Como excepción, la Tierra Caliente, donde pidió que esparcieran sus cenizas, representa en su narrativa un paraíso original y, por tanto, perdido. El paraíso de una infancia vivida entre Francia y Colombia a la sombra de un padre diplomático que le hablaba de las guerras napoleónicas.

Aunque Mutis supone para las letras latinoamericanas un nexo con la imaginación francesa y él mismo se tuviera por un europeo trasterrado, fue algo muy distinto de eso: un poeta del desarraigo en un tiempo de culto a las raíces. Entre una Europa de glorias lejanas y tronos abatidos y una América de caudillismos y nacionalismos revolucionarios, eligió para su literatura el tercio excluso, la gran metáfora marina. Sus personajes, llámense Maqroll, Abdul Bashur o Jon Iturri, pertenecen a la tercera categoría de las tres en que los griegos dividían a la humanidad: los vivos, los muertos y los que van por el mar. Sigue navegando, Gaviero, porque navegar es necesario y vivir no lo es tanto.

JON JUARISTI, ABC 29/09/13