Camisas blancas

ABC 04/10/16
IGNACIO CAMACHO

· Ni el ventajismo oficial, ni la unanimidad biempensante, ni la injerencia. Hay referendos que no los gana ni el Papa

HAY referendos que no los gana ni el Papa, quizá porque sus urnas las carga el demonio del ventajismo. Ni con el Vaticano soplando a favor de sus velas –además de la ONU, los Gobiernos de medio mundo y la mayoría de los medios influyentes en la opinión pública internacional– ha logrado el Gobierno colombiano sacar adelante ese compromiso que bajo la solemnidad semántica de la «paz» esconde un armisticio con la narcoguerrilla. No le ha servido tampoco el favoritismo oficial, rayano en el juego sucio, que había bajado el umbral necesario para reformar la Constitución y permitía que funcionarios y cargos de la Administración hiciesen campaña a caño libre. El pueblo ha dicho no a tanta unanimidad biempensante en la que dolía ver juntos no a Obama y a Raúl Castro, sino a Francisco y a Otegui. Además de a nuestro imprescindible abrazafarolas Margallo, que ha arrastrado a su cuota de ridículo al Rey emérito y a una España que en materia de tratos con terroristas debería haber sido algo más cautelosa. O más gallega.

Porque lo que ha revolcado el acuerdo es un concepto que a los españoles debería resultarnos familiar: la impunidad que concedía a los asesinos. No una suerte de amnistía moral como la que aquí discutimos a propósito de ETA y su brazo político. Una impunidad plena, penal y social, que descartaba las penas de cárcel y enviaba a los jefes de las FARC al Parlamento sin pasar siquiera por elecciones, con cuota fija de escaños en premio a medio siglo de crímenes. Más aún: los convertía en miembros de tribunales especiales para juzgarse a sí mismos. Todo eso es lo que han aplaudido y avalado los mandatarios universales y el Santo Padre como si fuese una síntesis de la paz perpetua de Kant y el «sosiego ordenado» de la Civitas Dei agustiniana. Sin embargo los ciudadanos de Colombia, gente menos leída, han entendido que se trataba de una rendición y de un enjuague. Y le han dado calabazas. A ver qué dice ahora tanta progresía fervorosa de la democracia directa y plebiscitaria.

Este descomunal bofetón popular ha desgarrado las simbólicas camisas blancas del acto de Cartagena de Indias, uno de los ejercicios más cínicos de presión e injerencia que ha perpetrado la llamada «comunidad internacional» en este siglo. La presencia multitudinaria de tanto líder confortará a los asistentes en la medida que diluye en el insigne grupo su propio desaire, pero no los exime de su responsabilidad en el fiasco. Pocas veces se ha visto un ejemplo tan flagrante de ligereza diplomática: los próceres del planeta embarcados con gran alborozo en la celebración de un chanchullo gigante que ha quedado desnudo en la primera prueba de contraste. Por parentesco sentimental y por cercanía política resulta hiriente para nosotros la notoria participación española en ese aquelarre. Alguien debió entender a tiempo que el fin no justifica los medios en ninguna parte.