Xavier Salvador -El Español

 

En 1961, la revista estadounidense The New Yorker decidió cubrir el juicio al líder nazi Adolf Eichmann en Jerusalén con la privilegiada pluma de Hannah Arendt, que era una filósofa alemana de origen judío exiliada en Nueva York. La autora de Los orígenes del totalitarismo escribió una serie de reportajes excelsos que, más tarde, fueron publicados en forma de libro bajo el título de Eichmann en Jerusalén.

Aquella obra provocó una polémica tan inmensa como inabarcable. Arendt defendió que Eichmann no era solo un monstruo criminal, como lo describía el fiscal en el juicio, sino que de manera fundamental era un señor ordenado, al que le gustaba cumplir órdenes y que era incapaz de rebelarse ante las mismas por desproporcionadas o descomunales que fueran.

Con su análisis sobre la banalidad del mal, la filósofa alemana consiguió demostrar que en las sociedades se producen complicidades estúpidas ante circunstancias excepcionales que no deberían tolerarse para dar lugar a extrañas connivencias. Y, finalmente, que algunos seres humanos son tan robóticos como el líder nazi que mataba por disciplina sin ser siquiera consciente de la brutalidad que entrañaba el cumplimiento de las órdenes.

Con alguna distancia, pero también cierta analogía, sucede algo similar con el episodio lingüístico/escolar/político de Canet de Mar. Una familia defiende sus derechos constitucionales a la enseñanza en su lengua materna ante la justicia y cuando los tribunales le dan la razón se produce un estallido de ira en su contra que nadie sabe a ciencia cierta quién promueve, pero del que se cuentan por centenares los cómplices.

Esa rabia contenida contra quienes defienden en Cataluña la enseñanza del castellano no ya en condiciones de igualdad, sino relegada a un 25% tiene la principal connivencia de quienes se consideran progresistas y demócratas. Digo «se consideran» porque es obvio que no lo son en la medida que defienden un planteamiento desigual en términos de derechos individuales y dan carta de naturaleza al hostigamiento (vía escraches, manifestaciones y persecución en las redes sociales) a una familia de la localidad y a su retoño de tan solo cinco años de edad. Totalitarismo tolerado (o tutelado) se llama.

El procés, con sus manifestaciones excesivas de identidad y el desacomplejamiento hispanófobo de sus promotores, ha cambiado bastantes cosas. Mi buen amigo y maestro profesional Joaquín Romero se quejaba amargamente en estas mismas páginas del escrache que un soplagaitas profesional con categoría de catedrático como Germà Bel (primero diputado del PSC y luego fanático de Junts) le obsequiaba en redes sociales a propósito de la polémica de marras.

Siempre escrupuloso en sus trabajos, Romero se quejaba de utilizar la primera persona para explicar cómo el que fuera ideólogo de la fallida operación Spanair y posterior cobrador de momios en Endesa le afeaba que hubiera cometido alguna falta al expresarse en catalán. El subyacente era otro: el extremista Bel no soporta, como tantos otros hiperventilados, que nadie defienda un derecho que pone en peligro el identitarismo de visión uniforme que se ha construido alrededor de la lengua catalana. Y a Romero, como a tantos otros catalanes, se le han inflado las gónadas de la paciencia.

Aunque no es mi lengua materna, por convicción, formación y por necesidad profesional siempre empleé y dominé el catalán a un nivel suficiente como para darle en los morros a esos guardianes de la ortodoxia identitaria que ni escribían ni hablaban con corrección, aunque se escudaban en su pureza racial o en su original RH sanguíneo compensador. Pronoms febles inclosos. Durante décadas, el catalán fue mi primera lengua profesional hasta que un día decidí poner fin a esa práctica y seguir siendo igual de ciudadano de Cataluña. El procés nos ha despertado a muchos del letargo pasivo y cómplice en el que nos habíamos instalado por comodidad intelectual.

¿Por qué, se preguntarán? Por hartazgo ante el falso relato del exterminio del catalán, por cansancio ante la defensa irracional de una inmersión educativa de resultados desastrosos y, principalmente, ante la constatación de que la lengua se ha convertido en el principal y casi único carnet de afiliación al nacionalismo. Conocido el fracaso de su quimérico estado propio, el engaño a sus seguidores y la imposibilidad de avanzar en el futuro, la lengua es el único agarradero romántico disponible. En ese contexto, el uso del catalán, en mi esfera privada, se ha quedado ya reducido a los buenos amigos con quienes siempre hemos empleado esa vía de comunicación sin pretensiones ideológicas o sin menoscabo del respeto recíproco.

Con el asunto de Canet de Mar el papelón del presidente de la Generalitat o del consejero de Enseñanza es en el fondo demasiado parecido al del líder nazi que describía Arendt en su libro de hace casi 60 años. Decir esto puede parecer excesivo, pero es tan certero como que la mayoría de los que criticaban a la filósofa alemana habían sido incapaces de leerse la obra completa y se arrimaban al rábano solo por las hojas. Pere Aragonés o Josep González Cambray, valga la similitud, son ordenados encubridores y cumplidores de indicaciones superiores como lo fue Eichmann en la Alemania nazi.

El problema de verdad radica en quiénes son los muñidores de esas instrucciones que derivan en un acoso y derribo del discrepante. Lo fueron los principales constructores del mensaje nacionalista desde el siglo pasado y algunos de sus transmisores, como Jordi Pujol y otros dirigentes políticos igual de extremistas y radicales con el asunto lingüístico.

Y, por supuesto, los que actúan como cómplices desde la corrección política (aquí la izquierda y el PSC de Marta Mata en adelante tiene tantos responsables como, por ejemplo, la iglesia catalana con los monjes de Montserrat incluidos) situando el debate en términos de calidad democrática. Pues quizá tengan razón, y al igual que describía Arendt la cuestión estribe en que los cómplices pasivos son aún más o igual de responsables democráticos que quienes incitan al odio para torpedear a un niño de cinco años y a su familia por, simplemente, reclamar lo que es suyo.

Hoy hacen ruido mintiendo sobre la lengua, manifestándose, victimizándose falsamente una vez más. Pero quizá un día unos cuantos Joaquín Romero cabreados, una Hannah Arendt cualquiera o la propia historia les pongan en su sitio. Sin más.