CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO-EL MUNDO
ENVIADA ESPECIAL A CARACAS
Venezuela es un Estado enemigo del individuo. Y también un Estado fallido. Su reconstrucción requiere un Plan Marshall. Y lo tendrá. Ésa es la novedad.
Un hombre se me acercó y se presentó: «Hola, soy el papá de David Vallenilla». Llevaba una carpeta en la mano, con los papeles del caso. «A mi hijo lo acribillaron junto a la verja de la Base de la Carlota, ¿se acuerda?» Me acordaba perfectamente. Lo mataron a quemarropa. Pam, pam, ante las cámaras: un licenciado en enfermería, especialista en quirófano, y demócrata. Al día siguiente Maduro había justificado la ejecución de «los terroristas y malandros» al servicio de una conspiración megamultifascista.
Y el padre había replicado en televisión: «Qué malandro ni malandro, Nicolás. Tú y yo nos conocemos. Trabajamos juntos en el Metro. Yo era tu jefe, ¿recuerdas? Cogías a mi hijo en brazos cuando venía con su madre a la oficina. Ahora lo has matado». El tirano, cobarde, no contestó. Desde entonces, David padre deambula por el laberinto judicial venezolano y también ante las puertas del consulado español. Resulta que su hijo también era español y que a España no le importa.
Entramos en el hemiciclo cogidos del brazo. A lo alto, colgado de la tribuna de invitados, un enorme cartel con la foto de un joven de aspecto aguerrido bajo una consigna: «Libertad para el diputado Juan Requesens». En su escaño, su camiseta, y un cartoncito escrito a mano: «Desaparecido y secuestrado por el Sebin». También recordaba su caso: ese vídeo humillante, filtrado por el régimen, en el que Requesens aparece con la mirada extraviada y los calzoncillos manchados de mierda. La dictadura no es sutil: ¿Te gustaría ser el próximo? El escaño de Requesens quedó vacío, como un altar en un santuario abarrotado.
Al acabar el acto –un mero trámite y una cierta decepción para las víctimas y expertos en Derechos Humanos que esperaban tomar la palabra– reconocí en una esquina a Renzo Prieto. Cómo no reconocerlo. Pelo negro por la cintura, ojos de gato, un sentido del humor lacerante: entre Farruquito y Peter Pan. Estuvo cuatro años preso en el Helicoide. ¿Cuatro?, le pregunté, intentando tragar la cifra. «Pasaron como un minuto», me contestó, los dientes del Cheshire. Fíjate, la primera vez que iban a darme corriente, el chamo resultó ser de Táchira, como yo, y acabó ofreciéndome agua. ¡Qué alegría!». Por algo lo llaman El resiliente. En la cárcel se dedicaba a educar a los torturadores. Les explicaba lo que podían o no hacer de acuerdo con la Constitución y las leyes. Y de paso les advertía sobre el peculiar funcionamiento de la jerarquía en las organizaciones mafiosas: a menos rango, más responsabilidad. O sea: ninguno de vuestros jefes va a asumir ninguno de vuestros abusos; meditadlo bien.
Ahora, como diputado, Renzo quiere montar una subcomisión para educar en los rudimentos democráticos a todos los funcionarios de la ex dictadura. Ex dictadura, he escrito, imprudente. Pero sí, estoy convencida de que el régimen se cae. De que Juan Guaidó y su equipo han diseñado un plan de hitos irreversibles. De que el embargo petrolero por parte de Estados Unidos y el traslado de los fondos venezolanos al presidente légítimo marcan un punto y aparte. De que la UE incluso podría reconocer a Guaidó antes de que se cumpla el ultimátum. De que se fijará una fecha para la entrega masiva de ayuda humanitaria, y que eso pondrá una presión insoportable sobre los militares. De que los militares están infiltrados, incluso en la cúpula, y que el resto sólo busca una salida y, sobre todo, una misión digna. De que los cubanos son perversos, pero no más listos ni más eficaces que una coalición de 50 democracias. Y de que Putin, tipo arrogante, henchido de amor propio, preferirá negociar con la nueva Venezuela que jugársela por un bufón con bigotazo y una corte militar propia de Tintín.
Pero volvamos a Renzo: «Lo que debemos hacer con el chavismo no es integrarlo, sino reeducarlo». Mientras el diputado me explicaba sus planes, un grupito de adolescentes formó un apretado círculo a nuestro alrededor. Les pregunté si eran hijos de represaliados. Qué ingenuidad. Elianis Rodríguez: una niña bajita, con gafas de pasta transparente y una camisa rosa y blanca a rayas, estuvo cuatro meses y seis días en el Helicoide. En ese averno cumplió 17 años. Dylan Canache, como un junco, cara de niño bajo una gorra de skater, estuvo en la misma cárcel cinco meses, y salió con 16.
Durante su cautiverio ambos permanecieron totalmente incomunicados. Ni papá ni mamá. Su único consuelo y protección eran los demás presos, políticos y comunes, una masa de almas que se fue haciendo cada vez más apretada y más amiga. Lo explicó también Renzo, que vivió todo el proceso: «Al principio había 23 celdas para chicos y una para chicas. Luego fueron añadiendo otras. Más y más: donde antes había un baño, una oficina, un pasillo o incluso una escalera». Las montaban como bloques de lego, pegadas, superpuestas, para dar cabida a todos los represaliados: 850 sólo en esta última semana.
El Helicoide es un Hipercor en forma de espiral convertido en centro de torturas. Yo había pasado por delante esa mañana y no había podido reprimir las náuseas. Recordé lo que me había contado Lorent Saleh sobre su interior: ratas, mugre, golpes, garrotes, corrupción, cuerpos chingados, la pura degradación.
El exterior no es mucho mejor. Es una montaña del terror, rodeada por colinas de chabolas, que hieden. Di la vuelta, hice algunas fotos, y seguí hacia el centro de Caracas. No es fácil describir la devastación de un país. La prosa se torna sentimental e impostada. Hasta obscena. Como esos programas de televisión que hurgan en la basura porque la basura vende. Sin embargo, es imposible no mirar a los seres humanos que deambulan como fantasmas por las avenidas, buscando comida, revendiendo la pareja de una alpargata y el frasco vacío de una muestra de perfume, y no llorar por la destrucción de su dignidad.
Es imposible no sentir asco ante las pintadas que ensalzan la Revolución y a sus próceres –Fidel, Hugo y el Che– en los muros de los bloques de viviendas para chavistas que el régimen ha incrustado, estratégicamente, en puntos clave de la ciudad. Y es imposible no conmoverse al ver a los familiares de los detenidos el 23 de enero apostarse bajo un puente de hormigón, con la esperanza de ver siquiera el perfil de sus hijos a la entrada del Tribunal de Justicia que los va a condenar, sí o sí.
Venezuela es un Estado enemigo del individuo. Y también un Estado fallido. Su reconstrucción requiere un Plan Marshall, un Plan Colombia y un Plan Uganda, todos a la vez. Y los tendrá. Ésta es la novedad. Al igual que la proclamación de Guaidó como presidente encargado de la Transición fue el resultado de una meticulosa planificación, buena parte de la oposición lleva años trabajando sobre el llamado Plan País.
Las primeras reuniones tuvieron lugar en Harvard, bajo la dirección del economista Ricardo Haussman. Y de ahí surgieron grupos de trabajo centrados en las distintas áreas de una titánica tarea de reconstrucción. Garantizar comida y medicinas. Estabilizar la moneda. Abrir la economía. Sofocar la violencia. Combatir el narcotráfico. Recuperar el territorio cedido por Maduro al ELN y otras narcomafias. Y reconstruir la industria del petróleo, maná de Venezuela, desviado por la dictadura en beneficio propio y de sus cómplices. Y luego claman contra la injerencia: ninguna más ultrajante y destructiva que la de Cuba sobre Venezuela.
El Plan País se presentó el pasado 19 de diciembre en el auditorio de Chacao, con aforo completo. Mañana lo hará el propio Guaidó en un gran acto en la Universidad Central. Cada vez son más, e ideológicamente más diversos, los venezolanos que quieren dejar atrás la etapa más nefasta y divisiva de su historia. Este nuevo consenso nace del hambre y del dolor, claro, pero también de la convicción. Ésa que llevó, por ejemplo, a Leopoldo López a escribir un libro sobre el futuro del modelo energético de Venezuela desde su celda de Ramo Verde.
Para sortear las requisas, hasta 10 al día, escribía sus reflexiones en diminutos papelitos, que luego enrollaba y colocaba dentro un chicle, que le pasaba en secreto a su madre durante sus visitas. Como él, como María Corina Machado, Antonio Ledezma, Julio Borges y tantos otros, millones de venezolanos que han seguido confiando en el futuro de su país cuando las circunstancias parecían de irremediable cubanización. Cuando sólo los adeptos al régimen, los chavistas de carné, tenían el derecho a cantar victoria.