Cantones

ABC 14/08/16
JON JUARISTI

· La restauración de la paz civil en el País Vasco no sólo exige el veto electoral a Otegui

EL pasado viernes, en «El País», y a propósito de una bronca a botellazos en un restaurante de Garrucha por el precio del gambón, recordaba Jorge Martínez Reverte que de esa localidad almeriense arrancó en los años cincuenta la fulgurante ascensión del empresario Eduardo Barreiros. Que allí desembarcó en 1907, como náufrago rescatado, el aeronauta Alfredo Kindelán, futuro general monárquico, que en el año de marras, como el brasileño Santos Dumont (tan conmemorado estos días en los Juegos de Río de Janeiro), «tenía un globo/ y lo quería dirigir con aire sólo». Kindelán se fue al agua con su globo María Teresa entre Valencia y las Baleares. Lo pescó vivo un vapor inglés, el West Point, que lo depositaría horas después en Garrucha. Santos Dumont nunca llegó a tanto. Una vez su dirigible de bolsillo se pinchó con una veleta parisina. Santos entró por una mansarda, saludó cortésmente a una femme de chambre que se bañaba de pie en un barreño de zinc, y se lanzó escaleras abajo antes de que la chica saliera de su estupor. Esa fue su mayor hazaña olímpica. Muy doméstica ella, como se ve.

Martínez Reverte añade después que «en Garrucha encontró también una muerte injusta un tío de Jon Juaristi, que era administrador de los Chávarri en la zona». Concreto un poco más: mi tío abuelo Pedro Juaristi Landaida, apoderado del marqués de Chávarri en las minas de Garrucha, fue linchado por las turbas a fines de julio de 1936. Los padres de José María Martínez de Haro, que eran sus amigos, acogieron los restos de mi tío en su panteón familiar.

Mi abuelo, nacionalista vasco, perdió en la guerra civil a los dos hermanos que le quedaban. José María, abogado y político carlista, fue asesinado durante el asalto a las cárceles de Bilbao a raíz de los bombardeos de enero de 1937. Pedro era republicano, pero iba a misa, lo que estaba mal visto. José María tuvo una calle de algo más de diez metros y dos portales (un cantón) a la entrada de la Plaza Nueva de Bilbao hasta la llegada de los nacionalistas vascos al ayuntamiento en 1979. Fue una de las primeras que quitaron, junto a la de Espartero. Las muertes de mis tíos abuelos fueron, efectivamente, injustas. No eran franquistas. No les dio tiempo a serlo.

En mi anterior columna me refería al secuestro y asesinato de Javier de Ybarra y Bergé en 1977 por ETA. Ybarra sí fue franquista. Con veintidós años se unió al ejército sublevado. Y qué. Yo, en su caso, habría hecho lo mismo. Bajo el gobierno autónomo de José Antonio Aguirre, los milicianos asesinaron a todos los Ybarra que pudieron encontrar en Bilbao. Javier fue un buen alcalde de Bilbao, un cristiano con una visión paternalista pero eficaz de la cuestión social (sobre todo en lo que respecta a la reinserción de los menores delincuentes) y un historiador de excepción. Se consideró siempre un liberal en la tradición de la monarquía alfonsina (desde luego, lo fue infinitamente más que sus asesinos). Su muerte fue también injusta, mucho más injusta que las injustas muertes de mis tíos abuelos, porque estas fueron perpetradas en un contexto de guerra civil, mientras que con el asesinato de Javier de Ybarra ETA pretendía iniciar una guerra civil. No se me pasaría por la cabeza reclamar la restitución a mi tío abuelo José María del nombre del cantón llamado hoy Cuevas de Santimamiñe en la Bilbao más troglodita, de la que han salido y saldrán los votos a Otegui, pero jamás me tragaré la indecente engañifa nacionalista de la paz y reconciliación entre los vascos mientras Javier de Ybarra y Bergé no tenga una calle a su nombre en su ciudad natal. Es decir, en Bilbao, que también es la mía. E insisto: una calle. No un cantón.