Fernando Savater-El País
‘Homeland’ ha sido lo que su nombre indica, una especie de segunda patria para mí
Quisiera poder decir sinceramente que he pasado estos días de reclusión atormentado por la extensión del virus maldito, la utilidad o inutilidad de las mascarillas, los horarios de paseo, la mortalidad de los grupos de riesgo (¡el mío, el mío!), el ritmo acelerado o lento de la desescalada, los constantes tropezones del inaguantable Gobierno… No diré que a ratos no he dado vueltas a estos temas, sobre todo para tener algo que comentar por WhatsApp con los amigos, pero mi mayor preocupación cotidiana ha sido: qué veré después de cenar? En el rato delicioso de 10.00 a 12.00, en la bruma azul del puro y ámbar del whisky, mi programación personal es la cuestión del día. Casi siempre he optado por películas antiguas, las que apenas recordaba, las que nunca pude ver, las que jamás me cansan. Las series se acomodan mal a mi carácter impaciente, con ilustres excepciones. He disfrutado la italiana El nombre de la rosa, muy bien dirigida y ambientada, con un John Turturro aún mejor, Dios me perdone, que Sean Connery como protagonista. Un alivio para la cuarentena…
Ante todo, he visto la última temporada de Homeland. Desde hace ocho años, esa serie ha sido lo que su nombre indica, una especie de segunda patria para mí. Un mundo paralelo, en el que ocurrían cosas que a veces me interesaban más que las del otro. De pocas personas me he sentido tan cercano como de la desquiciada y leal Carrie Mathison o de su ominoso protector, Saul Berenson. En esta despedida recuerdo algunos momentos estelares de la saga, pero sobre todo a mí viéndola a lo largo del tiempo, desde los inicios compartidos y felices hasta la soledad final. Carrie, Saul, os echaré de menos. Y ahora ¿qué?