Carta al amigo desaparecido.
Querido Joseba: tras varios intentos infructuosos de escribir sobre tu tragedia, voy a intentarlo con esta fórmula de la carta al amigo desaparecido, el que si bien no puede responder de viva voz sí puede en cambio sacar a la luz ideas y sentimientos duros de expresar. Tu muerte es tan sencilla de explicar como de imposible aceptación. Tú la esperabas. Habías aludido a ella muchas veces, hablando de tus dudas acerca de si marcharte o no a países más hospitalarios y de la determinación final de seguir con nosotros, a sabiendas de que venían a por ti desde hace al menos ocho años. Dejaste instrucciones sobre las banderas e himnos, las bromas y veras que te gustarían si finalmente te daban caza. Todo ha sido como querías, y nunca antes se había visto nada igual por estos pagos: todas las banderas con la Internacional, el himno fúnebre de la Guardia Civil y una canción festiva de piratas en medio de la triste severidad de la gran plaza de Andoain. Cosas difíciles de explicar a quienes sostienen que la vida es en sí misma el valor supremo que no debe ponerse en peligro de ninguna manera -una vida sin contenido para un hombre sin contenido, nihilista-, y que no verán en todo esto sino cierto escándalo morboso y martirial gratuito. Pero los que estábamos contigo y seguimos aquí reconocemos algo muy diferente, una demostración de que la vida sólo merece ese nombre cuando se vive con el sentido que uno elige. La tuya, desde luego, rebosó sentido por todas partes. Hasta tu asesinato aparece lleno de sentido, como el cierre trágico de una historia de suspense de perfiles clásicos: un crimen anunciado.
Ninguno de los que conocían esta historia podía albergar demasiadas ilusiones. Chocaste con ciertos mandos de la Ertzaintza por denunciar esa perversión que al final también te ha matado a ti: hacer como que no se ve ni se oye ni se entiende, jugar a esa falsa normalidad que sostiene esta aberración. Y aprovecharon la excusa de la tregua para devolverte a tu Andoain de procedencia, sin escuchar los ruegos de tu hermana Maite, ni los de Ramón Jáuregui y Fernando Buesa. Habían firmado con ETA lo de Lizarra y nos hicimos todavía más invisibles y molestos, más estorbo y fastidio para esa construcción nacional donde se requiere a las víctimas que sirvan de ladrillos. Un día se podrá contar toda la infame historia de tu abandono en plena tierra de bandidos y asesinos justo cuando se despojaba del mando al alcalde socialista para dárselo a uno de sus amigos.
El pasado sábado, en las jornadas del Kursaal en las que estabas trabajando justo cuando te mataron, Bernard-Henri Lévy consiguió, con una sindéresis muy francesa, que la sala abarrotada se viniera debajo de aplausos cuando denunció de modo impecable que cualquier gobierno que deja tirados a sus ciudadanos amenazados, como ha sido tu caso, pierde toda su legitimidad y razón de ser al abandonar la primera de sus obligaciones, que es hacer todo lo legítimamente posible para garantizar la seguridad de las personas. Si es negligente con esa obligación no hay por qué soportarlo, y el problema es el modo legal y legítimo de quitarlo de en medio. A veces es necesario que venga gente de fuera para recordar lo evidente porque, como sabes, estando entre los árboles no se ve bien el bosque y es mejor alejarse para reconocerlo.
El bosque son las declaraciones de los que te dejaron tirado, Joseba. De Arzalluz y sus sicarios en la reserva, esos que sacan a ladrar cuando damos en el clavo. El Gran Timonel ha dicho que «Basta ya» es el reverso de ETA, lo mismo pero al revés. O sea, que los malos te han pegado cuatro tiros pero lo mismo podías haberlos pegado tú, que eras igual de malo. O peor, porque los de ETA son los suyos. Que esto, en fin, es una bronca entre pandas de golfos, a la que a duras penas sobrevive la cofradía lacerada y centenaria de Sabino Arana («Cristo entre los dos ladrones, etc.», ya sabes, Joseba).
Le da igual a ese miserable el que tú mismo, que siempre llevabas la pistola que te salvó de no pocos atentados anteriores, nunca hubieras cedido a la tentación de usarla. Ni siquiera cuando mataron a tu viejo amigo José Luis López de Lacalle, en el mismo Andoain, tras varios ataques con cócteles molotov contra su casa e innumerables amenazas nunca verdaderamente investigadas, nunca prevenidas. A José Luis -me lo contó él mismo una o dos semanas antes de ser asesinado- también le dijeron que no era nada, que no se preocupara, que avisara de ver algo raro. Es que los asesinos y chivatos parecen tan invisibles para los nacionalistas como expuestas y vulnerables son las víctimas desprotegidas para ETA.
Ha dicho Arzalluz, en referencia a Mario Vargas Llosa, que decir ciertas palabras equivale «a usar las armas», equiparándonos a los terroristas que vienen a por nosotros: ¿habrá sido un lapsus freudiano, la expresión de una perversión inconfesable? La perversión radica en que tu asesinato sólo prueba, a sus ojos, que habías dado motivos para asesinarte, y así las almas bellas pueden respirar tranquilas, pueden regodearse en su propia buena conciencia, pueden afirmar la inocencia y superioridad de sus principios, probada por el hecho de que a ellos nunca les matan porque no molestan ni dan motivos a nadie.
Vamos a tener que plantearnos muchas cosas, y aunque no puedes estar con nosotros, pensaremos mucho en tu historia. Esta ya nos ha enseñado cosas importantes. Para empezar, que se debe dar fin a la farsa de la falsa inocencia. Como hizo tu admirable familia al rechazar expresamente las condolencias prefabricadas de los malditos políticos de corazón de hielo y de sus plañideras vacuas, como dijo de modo memorable tu hermana Maite. Ahora piensan desquitarse de la bofetada injuriando a «Basta ya», convirtiéndonos en esos terroristas pasivos que necesitan para creerse sus propias mamarrachadas. Pero creo que, al matarte, han puesto en marcha sin pretenderlo una marea que ya no podrán parar. Qué pena que no puedas animarla. Que la tierra te sea leve.
Por Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 20/2/2003