JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Si Sánchez no es un radical, asumirá como sensata y razonable la oferta del presidente del PP sobre la duración de la alarma. Al Congreso no se le puede esquivar medio año

Ya era hora de que el presidente del PP dejase de infundir sentimientos algodonosos a sus adversarios políticos. Ya era hora de que el líder conservador lo fuera en plenitud mostrando el colmillo. “Casado no es de fiar”. La frase preventiva no es de Pedro Sánchez sino de Santiago Abascal. El presidente de Vox, cuyos dirigentes patentaron aquello de la “derechita cobarde” para referirse al PP y ahora la califican de “derechita traidora”, suponía que después del discurso del día 22 en el pleno del Congreso, esa pieza oratoria que le causó “perplejidad”, los populares iban a volver por donde solían y juntarse de nuevo con ellos en un enroque estéril que fagocitaba la identidad del primer partido de la oposición que ha gobernado España entre 1996 y 2004 y entre 2011 y 2018.

Este lunes, Pablo Casado ha demostrado que, efectivamente, no es de fiar. Que de ahora en adelante sus decisiones y las de su partido no deben ser tan previsibles que permitan a Abascal campar por sus respetos y a Sánchez endilgarle identidades posicionales e ideológicas que no son las suyas. Ha hecho bien el presidente del PP en dar una contestación razonable y sensata al real decreto del estado de alarma. Su grupo parlamentario apoyará la prórroga si es por un tiempo menor al que desea el Gobierno —ocho semanas, pero no seis meses— y si se aprovecha ese tiempo para reformar la Ley Orgánica de Salud Pública de 1986 —la proposición ya está en el Congreso— que dote de una herramienta jurídica más versátil al Gobierno central y a los autonómicos para que, sin recurrir a poderes de emergencia previstos para cortos espacios de tiempo, sirva para adoptar de manera permanente medidas de contención frente a los contagios.

El Gobierno de Sánchez ha esperado a que las comunidades autónomas vasca y catalana es decir, el PNV y ERC— reclamasen el estado de alarma para declararlo sin asumir la iniciativa de hacerlo cuando se debió hacer hace ya semanas. Por eso, la medida llega tarde. Pero no solo, el Ejecutivo descarga sobre las comunidades autónomas la responsabilidad de la gestión de la emergencia y, además, para eludir el control frecuente del Congreso —que es lo que corresponde cuando se dicta una norma con valor material de ley para restringir derechos fundamentales—, quiere medio año de vigencia sin pasar por el fielato del legislativo. Demasiado.

El estado de alarma está bien declarado, aunque se haya retrasado en exceso; su implementación con el real decreto del pasado domingo, sin embargo, va a ser muy complicada porque en España faltan mecanismos federales de integración (la Comisión Interterritorial de Salud no lo es en absoluto), así como de cooperación horizontal o entre comunidades. La gran incógnita de la disposición del Consejo de Ministros consiste en saber qué papel va a adoptar el Gobierno cuando a través de Sanidad discrepe de las medidas que puedan tomar las comunidades autónomas. Faltan previsiones sobre la disposición de medios policiales en las autonomías sin policía integral propia (todas salvo Cataluña y País Vasco) y nada se dice del papel de las Fuerzas Armadas en sus posibles y quizá necesarias labores asistenciales.

Pero lo que chirría hasta provocar dentera democrática es que el Gobierno pretenda esquivar al Congreso y obtener de una tacada una prórroga de seis meses que cubriría tanto la temporada navideña como la de Semana Santa. Parece mucho más razonable que el Congreso conceda una prórroga dilatada (ocho semanas, por ejemplo, como propone Casado) y se someta luego a otro debate que explique ante la Cámara las razones que motivarían prolongar la emergencia. Estamos en un régimen parlamentario diferente con una normativa más rígida que la alemana, la italiana, la francesa o la portuguesa. Tiempo ha habido para flexibilizarla en vez de lanzar una campaña de optimismo tan efímero como engañoso: “Salimos más fuertes”.

Se ha dicho que la prórroga de la alarma es la primera ‘prueba’ de la nueva política de Pablo Casado. Resulta sarcástico que al presidente del PP lo vayan a examinar de morigeración los ‘abertzales’ liderados por Arnaldo Otegi o los republicanos que preside Oriol Junqueras, cuyos portavoces parlamentarios ya dieron la medida de su contención en el pleno de la moción de censura. El día llegará que Sánchez tenga que pronunciar un discurso todavía más duro que el de Casado para distanciarse radicalmente de EH Bildu y ERC y para arrepentirse de que el PSOE firme panfletos con las siglas de esos partidos y hasta de la CUP.

Sin querer hacerlo, Abascal ha lanzado la expresión de supuesto reproche que la derecha democrática española necesitaba: que el presidente del PP no es de fiar. No debe serlo ni para él ni para todos cuantos radicales abundan en la vida pública de nuestro país. Casado, con su razonable planteamiento sobre la prórroga y la alternativa normativa a la ley orgánica que la regula, ha puesto en un brete a Sánchez: si el presidente no es un radical, aceptará que para llegar a un acuerdo satisfactorio con la oposición debe abandonar el abuso de eludir seis meses al Congreso y aceptar una prórroga inicial suficiente pero más breve. Porque su obligación consiste, entre otras muchas, en dejar espacio a que los representantes de la soberanía nacional se expresen sobre la vigencia de poderes de emergencia que restringen derechos fundamentales. Elemental.