JAVIER CARABALLO-EL CONFIDENCIAL

  • Se propagan todos los días en los chats de los amigos, de las hermandades gastronómicas o de los colegas de universidad, para alertar del serio peligro que corre la democracia española

La pedrada con la que el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, rompió el cristal de su retrato con Santiago Abascal, la foto de Colón en la que Albert Rivera hacía de padrino de ceremonias, personaje secundario como se vio después, ha tenido el saludable efecto positivo de haber destensado la política española. Será quizá porque con la moción de censura de Vox el debate tocó suelo, tocó barro, tras el desfile impúdico de disparates y despropósitos, desde los tenores agrios de la extrema derecha a los coros empalagosos de la extrema izquierda, que expulsan consignas y frases hechas por la boca como esas máquinas que lanzan confeti.

Se consumen en su propia radicalidad y permiten contemplarlos tal como son, con esa retahíla de totalitarismos diarios con los que van tensando la vida española. ¿Cuántos golpes de Estado y desastres apocalípticos de la democracia española se han pronosticado desde que se inició la pandemia, en marzo? A izquierda y a derecha, casi a diario, se establecen cadenas de sobresaltos con medias verdades, con pronósticos siniestros, con predicciones fatalistas, con expresiones manipuladas, para aventurar la inminencia de un grave ataque a la democracia, de un golpe de Estado, o del inicio de un cambio de régimen constitucional en España. Esos son los totalitarismos a la española, los que se propagan todos los días en los chats de los amigos, de las hermandades gastronómicas o de los colegas de universidad, para alertar del serio peligro que corre la democracia española. Como en los dramas griegos, la tragedia se convierte en comedia y solo así es posible contemplar, en todo su patetismo, lo esperpéntico de ese espectáculo político denigrante.

Desde este breve paréntesis de normalidad institucional que nos ha facilitado la pedrada de Pablo Casado a la foto aquella —y la rápida reacción del presidente Pedro Sánchez en el mismo debate al recoger el guante, señal de su habilidad política—, deberíamos detenernos un instante para meditar quién gana y quién pierde en España cuando el debate se tensa, como ha ocurrido en los últimos meses, y en las redes sociales, y en los artículos de prensa, y en las tribunas de los políticos, se fabrican golpes de Estado y ataques totalitarios de forma constante. Este fenómeno puede imaginarse como una especie de cascada que en la cúspide tiene a aquellas personas o líderes que son capaces de generar opinión, tanto en los partidos políticos como en los medios de comunicación. Desde ahí, a través de las redes sociales y de los chats que todos tenemos, la agitación se extiende a la sociedad y la convierte en un mar revuelto, inquieto, que acaba asumiendo el bulo totalitarista, o la amenaza inminente, que se ha fabricado en las alturas.

La consecuencia inmediata es un estado de angustia social, de incertidumbre ciudadana, de agresión, incluso, que solo beneficia a los extremos de la política. Cuanto más tenso sea el debate, más beneficio para los extremos. Luego, un círculo vicioso: cuanto más beneficiados resulten los extremos, la extrema derecha y la extrema izquierda, más violento se volverá el debate político, más se alejarán los acuerdos y más inestables se volverán las instituciones.

La mayor frustración que provoca todo esto es que, cuando se produce un torbellino de esa naturaleza, lo realmente complicado es intentar razonar contra la exageración, la manipulación o, directamente, contra la falsificación. La fortaleza de un bulo político en esta era de las redes sociales es mucho mayor que la de un razonamiento sosegado. Y eso vale tanto para los discursos políticos incendiarios como para las soflamas periodísticas.

Joseph Pulitzer sostenía que “una prensa cínica, mercenaria y demagógica producirá un pueblo cínico, mercenario y demagógico”, y es posible que la prensa, por sí misma, no tenga ese poder de transformación de una sociedad pero, sin duda alguna, ese sí es un objetivo que parecen perseguir muchos. Y eso que Pulitzer, que se murió a principios del siglo pasado, no conocía los tiempos actuales de la globalización, tejida sobre la trama invisible de internet.

Ya está establecido desde hace tiempo por los sociólogos que vivimos en una época en la que la mentira tiene más credibilidad que la verdad, de forma que aunque se presenten las pruebas que desnuden la falsedad, la propensión de una gran cantidad de gente siempre será la de seguir tomando la mentira como un hecho cierto. Si unimos esta terrible deriva social a la impresionante capacidad de propagación, de contaminación, que facilitan las nuevas tecnologías, nos daremos cuenta de la inquietante ventaja con la que parten aquellos que se dedican a inflamar los ánimos de una sociedad. En todo caso, que esta sea la realidad a la que nos enfrentamos no debe hacernos desistir, ante cada oleada de agitación, aunque a veces se tenga la sensación de estar soplando contra un remolino gigantesco. Aprovechemos este breve paréntesis de normalidad institucional, como se decía antes, para reparar en que son los extremos los únicos que ganan con esta dinámica de confrontación y de agitación permanente, a izquierda y a derecha, con este estado de inquietud, de temor.

Deben saberlo bien los dos grandes partidos que hay en España, el PSOE y el Partido Popular, y todos aquellos, como Ciudadanos o como otros partidos regionalistas o nacionalistas moderados, que siempre saldrán perdiendo en la polarización extrema de la política española. Y la sociedad, la gente que pisa las aceras, que tenga presente que es la normalidad, no la agitación fabricada e inoculada, la única que puede conducir a la solución de sus problemas.