GABRIEL TORTELLA-EL MUNDO
El autor lamenta que en medios internacionales se publiquen toda clase de falsedades sobre el ‘conflicto’ en Cataluña, casi siempre en consonancia con los planteamientos del nacionalismo.
En la página 255 de Scots and Catalans (cito la versión original inglesa, que es la que he leído, pero traduzco al español las citas tanto de Elliott como de su reseñador, Neal Ascherson), Elliott hace referencia a las escenas televisivas exhibidas en todo el mundo sobre las refriegas entre policías y manifestantes con motivo del referéndum de 1 de octubre de 2017, y habla del «bombardeo de imágenes manipuladas e información falsa» que tuvo lugar, incluyendo algunas «imágenes ampliamente difundidas de votantes ensangrentados [que en realidad] provenían de otros reportajes sin ninguna relación con el referéndum de 2017». Y en este contexto, añade: «La verdad no importaba. Muchos periodistas extranjeros, pocos de ellos bien al corriente de la situación interna en Cataluña o del trasfondo del movimiento secesionista, aceptaban sin reparo las imágenes y las historias circuladas por los independentistas». Pues las frases de Elliott se aplican perfectamente a su reseñador, cuyo artículo en la New York Review of Books (Abril-Mayo, 2019, pp.33-36) vale la pena comentar, entre otras razones porque demuestra el éxito internacional que ha tenido la propaganda del separatismo catalán, que ha logrado lavar el cerebro de este establecido historiador británico, entre muchos otros.
Según Ascherson, que inicia su texto con un panegírico de Clara Ponsatí que para sí lo quisiera Juana de Arco, el «derechista» Rajoy «entró en pánico» ante el referéndum ilegal «y se comportó como si fuera un rey del siglo XVIII afrontando una rebelión armada». Estos fragmentos ya revelan hasta qué punto el reseñador ha hecho suya la argumentación de los separatistas catalanes. Y resulta curioso observar que el profesor escocés argumenta con más energía contra Elliott al tratar de Cataluña que al tratar de Escocia. Así, afirma que «la imparcialidad de Elliott le abandona» cuando aborda el conflicto actual y llega a decir que el discurso de Felipe VI el 3 de octubre fue «para la mayor parte del resto del mundo […] una diatriba desastrosa e intransigente [porque] ni siquiera insinuó excusas ni concesiones». Uno se pregunta leyendo esto a quién le ha abandonado la imparcialidad. Resulta muy extraño que un historiador (y uno británico especialmente) no advierta que un Rey constitucional no puede ofrecer concesiones políticas, y que el que pidiera excusas porque el Gobierno hubiera reprimido un acto público masivo ilegal e inconstitucional, organizado por un Ejecutivo autonómico de una región que es parte de España, estaría totalmente fuera de lugar y sería humillante para el Estado y el pueblo españoles, aparte de que produciría un gravísimo enfrentamiento entre el Jefe del Estado y el Gobierno. Y, como colofón, Ascherson no hace referencia a las dos manifestaciones masivas en contra del separatismo y en apoyo al Rey que tuvieron lugar en Barcelona en las semanas siguientes a lo que él llama «diatriba desastrosa» y que, según Elliott (p. 255) fue seguido de «un resurgir del sentimiento nacional español por todo el país».
Resulta incomprensible que el autor de un artículo sobre un libro como el de Elliott dé muestras de una ignorancia tan profunda sobre las complejidades de la historia española y catalana. Algunos errores son espectaculares, como cuando informa al lector de que la rebelión de Franco tuvo lugar en septiembre de 1936, con lo cual no sólo demuestra no haber leído nada sobre la Guerra Civil española, sino no haber leído tampoco el libro que está reseñando, que en la página 215 correctamente –y naturalmente– sitúa la rebelión en julio. Lo cierto es que lo que haya leído Ascherson del libro de Elliott parece haberle aprovechado muy poco. Por ejemplo, éste se refiere repetidamente a lo muy dividida que ha estado siempre (o muy a menudo) la sociedad catalana, haciendo referencia a las guerras campesinas y urbanas del siglo XV, al carácter intestino que tuvieron las guerras de Secesión y de Sucesión, a las guerras carlistas, etcétera. Ascherson no parece haberse enterado y suscribe enteramente los mitos nacionalistas de una Cataluña unida que habla con una sola voz, que es precisamente la de los separatistas. Así, se refiere repetidamente a «los catalanes y su causa», su «victimización constante», la «lucha de los catalanes», como si esa mitad larga de los que resisten contra el viento y la marea del separatismo no existieran. El obnubilado Ascherson, desde luego, no se ha enterado de su existencia. Tampoco parece saber que los catalanes votaron por mayoría aplastante la Constitución española de 1978, que hoy los separatistas violan todos los días sin que el represivo Gobierno español haga nada por restaurar allí la legalidad.
OTROS ERRORES de bulto que comete Ascherson incluyen el llamar a Barcelona «el último bastión de la República» en la Guerra Civil, como si Madrid, Valencia y Alicante no hubieran resistido dos meses largos más tras la caída de la Ciudad Condal. También afirma erróneamente que la Semana Trágica de 1909 se debió al intento de introducir el servicio militar en Cataluña. Se equivoca en casi un siglo. La Semana Trágica se inició con una protesta contra el envío de tropas a la guerra de Marruecos. También afirma, pintorescamente, que ser catalán en tiempos de Franco era «una identidad clandestina». Es evidente que Ascherson se ha forjado una extraña idea de España en general y de la España franquista en particular, y que habría que recomendarle que leyera otra vez y con atención a Elliott; tampoco le vendría mal ojear detenidamente alguna historia de España, de las que hay muchas y buenas en inglés, antes de meterse de hoz y coz en jardines que le son desconocidos. Y, si no, véase la siguiente perla: concluye diciendo, refiriéndose a España, que «en Europa Occidental, una autoridad central que sólo se sostiene por medio de la represión debe cambiar de conducta o perecer». Ni Puigdemont lo diría mejor.
Como afirma Elliott, muchos periodistas mal informados difunden noticias falsas sobre España y Cataluña. A mí me duele que la New York Review, de la que soy suscriptor casi desde su fundación, y que ha sido modelo para tantas otras excelentes publicaciones, haya decaído tanto desde la muerte en 2017 de su legendario director Robert Silvers que, estoy seguro, no hubiera dejado pasar la legión de gazapos históricos que Ascherson ha colado en este artículo. Los suscriptores en general, y John Elliott en particular, nos merecemos mejor trato. Y él, desde luego, no se merece este fuego amigo.
Gabriel Tortella es economista e historiador. Sus últimos libros son Capitalismo y Revolución y Cataluña en España (con J.L. García Ruiz, C.E. Núñez, y G. Quiroga), ambos editados por Gadir.