Catalanes por libre

EL CORREO 23/09/13
MANUEL MONTERO

Si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que ellos han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado como un Estado opresor

La cuestión de Cataluña muta de farsa a docudrama, a medida que sus dirigentes tropiezan en las zancadillas que se han puesto a sí mismos, al improvisar agitaciones de camino incierto. Pero lo más sorprendente de esta historia no es la ligereza con que los catalanistas plantean la independencia como la panacea, la solución de todos sus males. Tampoco ese frenesí que los coloca todo el rato al borde del paroxismo agitando banderas, como si la secesión fuese sólo una cuestión de efervescencia colectiva. Lo verdaderamente raro es la manera en que la política española afronta la cuestión: a la defensiva, acomplejada, sin argumentos. Actúa como si se sintiese culpable y la excitación catalanista constituyese la más profunda autenticidad política.
No hay novedad. Siempre ha sido así, al menos desde la transición. Si fuese cierta la presunción de un litigio «entre Cataluña y España», por emplear la dicotomía nacionalista – que empieza a usarse en el resto de España; el otro día la utilizó un ministro–, no sería un debate político entre dos partes, sino un discurso cada vez más ofendido y radical frente al silencio pétreo de la contraparte, en este esquema la ofensora. Si ofende, no será por lo que dice. Los agraviados tienen que echar mano de imaginarios, históricos o actuales, o indignarse por cualquier expresión que no les trate con el respeto que creen debido: pues en esta óptica son la parte honorable y la otra la vergonzante. Por lo que se ve, esta idea catalanista la comparte buena parte de la política española.
El esquema ha funcionado durante las tres últimas décadas y a lo mejor explica cómo hemos llegado a las columnas humanas que se unen para separar. Desde que se hizo la Constitución los partidos nacionales han rehuido cualquier debate y actuado como si a los nacionalistas les asistiese la razón democrática–como si Cataluña o el País Vasco se ajustasen a la ficción de una rotunda voluntad independentista, que fuese la única legítima–, tuviesen un plus de autenticidad y sólo cupiesen apaños, a ver si así se aplaca la fiera. Como si la unidad política fuese una impostura, a sostener mediante cualquier cesión que satisficiese para siempre al nacionalista, un empeño vano, pues el objetivo nacionalista no es un acomodo definitivo en España (malo, bueno o mejor) sino navegar por libre, se le ofrezca el puerto que se le ofrezca.
Ha contribuido a la política acomplejada la periódica necesidad –cuando no hay mayoría absoluta– de que PP o PSOE tengan que contar con los votos nacionalistas para formar gobierno. Ha llevado a dar por buena cualquier política cultural o a hablar catalán en la intimidad.
Pero hay más y tiene que ver con la conformación ideológica de la política española. Por parte del centroderecha está la ausencia de un discurso nacional que no sea rancio y esencialista: hablar de la sacrosanta unidad de la patria milenaria contra los enemigos traidores puede enardecer a los exaltados, pero suena a dislate en una sociedad democrática que se sostiene sobre la voluntad popular. No tiene un discurso, pues no puede considerarse que lo sea la mera alusión a que lo impide la Constitución, sin argumentos de mayor calado.
El discurso de la izquierda, en las antípodas, contribuye al desbarre. A fuerza de oponerse al concepto conservador de nación española rompió con la misma idea, si alguna vez la compartió. A finales del franquismo creía que los nacionalistas –con ellos, las ‘fuerzas de progreso’– expresaban las verdaderas ansias populares. Todo se arreglaría sin sustos ni problemas, apelando a la buena voluntad de los progresistas. Tal buenismo evanescente no ha desaparecido en la izquierda española. Estos días se oye la propuesta socialista de incluir el derecho a decidir – o sea, la autodeterminaciónen la Constitución. Al margen de que sería un caso único en las constituciones democráticas, el supuesto de que así llegaría la concordia no tiene un pase y está reñido con la experiencia.
Ante esta vaciedad ideológica los nacionalismos han tenido campo libre. Su gran éxito: lograron que la autonomía no se concibiese como un espacio común para la diversidad. Sus estatutos han funcionado no como un logro compartido sino como conquistas nacionalistas y el punto de partida para la construcción de nuevos Estados-nación que socavasen los pluralismos internos.
Los grandes sacrificados de esta historia son quienes en las autonomías preindependientes no se ajustan a los cánones nacionalistas. Quedaron sujetos a la conversión, ante la complacencia (o asentimiento) de los partidos nacionales. Y eso que vienen a representar en torno a la mitad de los futuros independizados, a los que se va convenciendo de su ilegitimidad de origen. Por decirlo de otra forma: si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que los nacionalistas catalanes han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado con razón como un Estado tiránico y opresor. No es todo culpa catalanista. La tienen también los partidos nacionales que consideran que la cuestión es vidriosa y mejor no menealla, a ver si se enmienda sola.
Hay un problema central que nunca han afrontado PP y PSOE. Dieron por bueno que las autonomías nacionalistas no se construyesen para la convivencia entre distintas opciones identitarias, sino como la ocasión de que los nacionalismos desarrollasen las suyas, en detrimento de las diferentes. En el docudrama catalán hay distintas responsabilidades: por activa y por pasiva. Hay pecados por acción y por omisión.