Josu De Miguel Bárcena-El Correo
La frivolidad del independentismo ha supuesto casi una década de inestabilidad
La liquidez del tiempo de la sociedad del riesgo nos hace olvidar los acontecimientos más cercanos. A finales de enero pasado, JxC y ERC llegaron a un acuerdo como consecuencia de la inhabilitación no firme del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. En dicho pacto el presidente de la Generalitat se comprometía a disolver el Parlamento autonómico justo después de aprobar la Ley de Presupuestos. La Ley de Presupuestos fue aprobada en abril, pero Quim Torra no hizo uso de la facultad del artículo 75 del Estatuto en gran medida por la crisis pandémica que se estaba produciendo, pero también porque Carles Puigdemont decidió que su valido debía esperar al martirio político tras la posible ratificación de la inhabilitación por parte del Tribunal Supremo.
El Supremo ha sentenciado que Torra desobedeció a la Junta Electoral cuando ésta le conminó a retirar una pancarta del balcón de la Generalitat donde se reivindicaba la libertad de los «presos políticos». Un par de cosas como preámbulo. Por un lado, la decisión refuerza la posición de las juntas durante el periodo electoral al situarlas como los órganos superiores encargados de controlar la neutralidad de las administraciones públicas en ese proceso. Por otro lado, es destacable que son ya varios los pronunciamientos jurisdiccionales en los que se alude a dicha neutralidad para proteger derechos fundamentales de los ciudadanos frente al partidismo de algunos poderes públicos. Me temo que este asunto se va a convertir en central en tiempos de populismos donde los partidos tratarán de usar las administraciones para reforzar hegemonías ideológicas inconsecuentes con el pluralismo constitucional.
Inhabilitado Torra, se abre un periodo muy inestable en Cataluña. Nada nuevo, por otro lado. La Ley de Gobierno autonómica señala que una vez cesa el presidente, como es el caso, el Ejecutivo entra en funciones. En tal situación, sus capacidades se verán seriamente disminuidas más allá del despacho ordinario de los asuntos públicos y el control parlamentario tampoco podrá llevarse a cabo de manera normalizada. En caso de inhabilitación, la citada norma señala, además, que el presidente debe ser sustituido por el vicepresidente (en este caso, Pere Aragonès, de ERC). En situación de interinidad, el presidente sustituto no podrá destituir a consejeros, plantear una cuestión de confianza ni, lo más importante, disolver el Parlamento de Cataluña. Por ello, es obligado activar el procedimiento de investidura para elegir un nuevo presidente de la Generalitat.
En dicho procedimiento, la pieza central pasa por ser el presidente del Parlamento, Roger Torrent, quien, según la Ley de Gobierno, tiene la obligación de presentar un candidato tras diez días de consultas. Si se produjera la investidura, el nuevo Gobierno duraría hasta el 21 de diciembre de 2021. Ocurre, sin embargo, que los independentistas dan por terminada la legislatura y no tienen ningún interés en presentar candidato alguno ni Torrent en buscarlo. Como ya sabrá el lector, este incumplimiento estatutario provoca que, sin una primera votación fallida, no entren a correr los dos meses preceptivos para producirse la disolución automática. Así las cosas, se ha recurrido al precedente del Consejo de Estado tras el ‘tamayazo’ en Madrid, por el que el período de los dos meses empezaría a contar desde que quedara constatada la imposibilidad de proponer a un candidato.
Dejemos claro, por lo tanto, que en la actitud de los políticos y cargos independentistas no hay una ‘voluntad de Estatuto’: cumplir con la letra y el espíritu de una norma organizativa que busca la estabilidad en el marco de un parlamentarismo racionalizado. En el fondo, este nuevo y triste sainete no es más que el corolario de la absurda -por querida- inhabilitación de Torra. Hay una clase política catalana que se ha adueñado de las instituciones y las gestiona desde hace años de acuerdo a su propio sentido de la democracia, al margen del Estado de Derecho y de las exigentes obligaciones que, en virtud de la vinculación positiva al ordenamiento jurídico, se presumen en cualquier gobernante.
De aceptarse la ingeniería jurídica anteriormente citada, Torrent tendría que realizar un acto sin apoyo legal alguno para reconocer la ficción de la investidura fallida, disolver el Parlamento y así celebrarse elecciones tras los 54 días que establece la Ley Electoral (Loreg). Es decir, si la pandemia lo permite, no habrá comicios en Cataluña, por lo menos, hasta finales de enero de 2021. Mientras tanto, la gestión de estos tiempos tan duros y complejos la llevará a cabo un Gobierno maniatado y sin apenas competencias porque se encontrará en funciones. Así lo han querido los independentistas. A estas alturas, tras casi una década de inestabilidad política y crisis secesionista, la gran pregunta es cuánta frivolidad puede soportar la sociedad catalana. O mejor dicho: hasta cuándo está dispuesta a seguir permitiéndola.