José Antonio Zarzalejos-El Confidrncial

  • Para que la autodeterminación y la amnistía fueran posibles se requeriría un proceso constituyente que derogase la Constitución de 1978 por otra que no contemplase esencial la unidad de la Nación española

Que Cataluña no tiene solución fue una afirmación que se expresó el 4 de julio de 2018 en los siguientes términos: «La cuestión de Catalunya no tiene arreglo (…) ni los independentistas tienen suficiente apoyo social para desbordar al Estado español, como quedó perfectamente demostrado en los Hechos (sic) de Octubre, ni el Estado está en condiciones de disolver el independentismo mediante una audaz reforma constitucional, para la que no existen apoyos en la sociedad española. Abandonad toda esperanza: no hay solución (…) Sánchez sabe que la cuestión de Catalunya no tiene solución ni en esta legislatura ni en la que viene, de manera que actuará guiado por el más estricto realismo. Intentará modificar lo que pueda la relación de fuerzas anímicas en Catalunya empleando un código pacificador». (Enric Juliana en ‘La Vanguardia’)

Que Cataluña está perdida se argumentó el 13 de octubre de 2020 en los siguientes términos: «En Cataluña se vive al margen de la ley y del sentido común hace demasiados años. No es novedad que pueda suceder cualquier barbaridad, que se cometan los más variados atropellos o que se vulneren las garantías de las personas (…) han hundido la convivencia, han degradado las instituciones, han sepultado el ‘seny’ catalán, han dividido la sociedad en dos bloques sin posibilidad de soldadura, han secuestrado medios públicos (…) Sí, Cataluña está perdida» (Miquel Giménez en “Voz Populi”).

Quienes convergen desde distintas posiciones en una misma conclusión —lo que no tiene solución es una causa perdida—, siendo ambos catalanes, registran, el uno y el otro, altas posibilidades de acierto. En dos variantes: entre el Estado y Cataluña se produce una suerte de «empate catastrófico» —en palabras de un filósofo recientemente citado por José María Lassalle, buen conocedor de la también fracasada Operación Diálogo de Soraya Sáenz de Santamaría—, y en el seno de la sociedad catalana se ha producido una fractura irreversible. Dos maneras de enfocar la cuestión, pero que permiten sostener que, en las actuales circunstancias, en absoluto nuevas en la historia de España, el «conflicto» —en la jerga de los separatistas— solo desaparecería si el Estado aceptase lo que ellos reclaman: el derecho de autodeterminación y, a propósito de la llamada «represión», una amnistía. Y para que ambas cosas fueran posibles, resultaría imprescindible un proceso constituyente que derogase la Constitución de 1978 por otra que no contemplase como uno de sus fundamentos la unidad de la Nación española. O sea, algo más y algo distinto a una «audaz» reforma de la Constitución. 

Regresemos a la historia reciente de España. Azaña, condescendiente y relativamente optimista hasta los dos últimos años de la guerra civil, afirmó con voluntarismo la posibilidad de una integración plena y cordial de Cataluña en el Estado español a través de un Estatuto de Autonomía en la España republicana. En ese debate estatutario —celebrado en el Congreso en 1932— Ortega y Gasset mantuvo que con Cataluña solo era posible la «conllevanza», es decir, soportarse los catalanes secesionistas con los que no lo eran ni lo son, y todos, con el resto de los españoles. El segundo presidente de la II República, en las horas postreras de aquel «Estado integral», se dolió amargamente de la traición del secesionismo catalán con palabras tan duras que no han sido repetidas por una personalidad de la izquierda. Tampoco Negrín, en el exilio, se mordió la lengua al respecto: llegó a firmar que preferiría negociar con Franco que la desmembración nacional. Muchos años antes, el 3 de diciembre de 1842, el general Baldomero Espartero, regente de España por la minoría de edad de la reina Isabel II, sostuvo la barbaridad de que «por el bien de España hay que bombardear Barcelona cada 50 años». 

Dados esos antecedentes —y la significación de los hechos de octubre de 1934, la asonada de Companys, la represión de la secesión por el general Batet, luego fusilado por el franquismo, su enjuiciamiento y condena y su amnistía por el Frente Popular tras las elecciones de febrero de 1936— plantear una «agenda de reencuentro» con el prólogo de los indultos como la de Pedro Sánchez es un aparente adanismo político que responde, en realidad, más al interés propio que a una ingenuidad. Exige el presidente del Gobierno un «acto de fe» en el que profesa Javier Cercas con la autoridad moral de que dispone un escrutador tan valiente e inequívoco de la actual situación en Cataluña, pero que no están dispuestos a compartir millones de españoles y un alto porcentaje de catalanes no secesionistas que, pese a no serlo, se apuntan a la recelosa posibilidad de que el independentismo rectifique posiciones.

No lo hará porque lleva sin hacerlo décadas, incluso siglos, con la frustración de su insuficiencia, con la losa de sus derrotas históricas y con la ciclotimia de su humor que crónicamente achaca al resto de España sus problemas de todo orden cuyo origen es prácticamente idiosincrático de su sociedad en la que junto a la vanguardia izquierdista y el conservadurismo burgués cohabita el más antañón y retrogrado carlismo «puigdemontiano» tan bien encarnado en el nativismo de Joaquim Torra 

Pero si alguna posibilidad existiese de que Cataluña tuviese solución y no estuviese perdida, se ha volatizado en dos tiempos: con el Estatuto de 2006 que contenía manifiestas inconstitucionalidades -tardíamente sentenciadas por el TC y consentidas por Zapatero y un PSOE arrastrado por las deudas con el PSC (nótese cuantos socialistas de la época de Maragall militan hoy en ERC y en JXCAT), y con los indultos de Pedro Sánchez que, siendo una facultad gubernamental con una capacidad enorme de disuasión en el cierre de una posible negociación, se ha despilfarrado empoderando a los separatistas quizás porque la dependencia del Gobierno de los escaños ERC y sus aliados es mayor de la que parece. El perdón penal podía entenderse como el cierre de un acuerdo, pero nunca como el comienzo de un diálogo. 

La historia se repite, sea como farsa, sea como nuevo capítulo de un relato inacabado 

Los asuntos penales y administrativos pendientes (los fugados de la justicia y los implicados, cientos, en procesos penales conexos con la sedición y la malversación, y los afectados por responsabilidad patrimonial de la que quieren zafarse porque según Ábalos «son piedras en el camino») y la mesa de diálogo fuera del perímetro de la Constitución —a ella no se hace referencia en el acuerdo entre el PSOE y ERC— lejos de establecer una disrupción en la historia de España, validan todos los errores que antes se cometieron y que ahora se repiten. 

Cuando el voluntarismo y el interés ramplón sustituyen a la visión histórica y política, cuando las palabras se convierten en conjuros brujeriles, nada cambia. La historia se repite, sea como farsa, sea como nuevo capítulo de un relato inacabado. No se ha tenido en cuenta, otra vez, que el pasado —lo decía Ortega— «si se le echa vuelve, vuelve irremediablemente». Por eso «hay que contar con él para sortearlo, para evitarlo». Sánchez, aunque no solo él, lejos de eludirlo lo ha acogido con poemarios del rapsoda del independentismo recitados en el Liceo.