CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • La Cataluña política vive en las tinieblas. No hay luz. No hay propuestas para encauzar el conflicto. Todos necesitan un antagonista para sobrevivir, como Fausto y Mefistófeles
El poeta Joan Maragall escribió hace algo más de un siglo, en 1902, un artículo que tituló ‘Por el alma de Cataluña’. El texto está recogido en un pequeño volumen de artículos cortos que compendia su visión de España y del tiempo que le tocó vivir, y comienza con una declaración de principios: «El espíritu catalán tiene un vicio que lo afea mucho, y es la propensión a la parodia».

Maragall, lejos de considerarlo una cualidad, lo ve como un baldón y lo justifica en estos términos: «La parodia no es la ironía, pues la ironía sonríe siempre desde un punto de vista superior; tampoco es el humorismo, porque en el humorismo siempre hay una profunda ternura por los contrastes de la vida; ni tampoco es la sátira, porque la sátira es amor indignado, mientras que la parodia es fría y estéril y mata todo ideal», sostiene el poeta. «Es el triunfo de la negación, es la risa fácil con que nos libramos de todo afán ideal». Y concluye: «El Fausto catalán se parece ridículo a sí mismo muy a menudo porque lleva a Mefistófeles dentro de sí, como una maldición».

Mefistófeles, como se sabe, representa en la tradición alemana al diablo, a quien se le considera lo contrario a la luz. Al conocimiento en los términos que imploraba la Ilustración. ‘Sapere aude’. Atrévete a pensar. Y precisamente, por eso, porque representa a las tinieblas, es el alter ego de Fausto, quien busca, desde el intelecto, romper los límites materiales de la condición humana vendiendo incluso su alma a Satanás.

En las tinieblas

La política catalana hace mucho tiempo que vive en las tinieblas, que es el reino de la oscuridad. En medio de la caverna ha construido un relato metafórico del que es incapaz de despojarse, de desprenderse, lo que explica la inutilidad de su propia existencia. Y es inservible porque es incapaz de ofrecer soluciones, que es el terrero de lo posible frente a los falsos mitos y las sombras que se dibujan amenazantes en el interior de la caverna. Tampoco la política nacional es capaz de ofrecerlas. Probablemente, porque la política-espectáculo tiene mucho de parodia, que no es otra cosa que la teatralización de las ideologías hasta convertirlas en un carnaval.

No parece que las elecciones de este 14-F vayan a servir de mucho. A lo sumo, a la manera de Sísifo o de Penélope, serán útiles para tejer y destejer el relato, precisamente porque la política catalana es prisionera de las dos caras antagónicas del yo que sugería Maragall. Y el yo, como se sabe, es la barrera infranqueable que nadie quiere traspasar porque en el otro lado se puede esconder el Mefistófeles que todos llevan dentro.

Esto hace que nadie quiera decir la verdad. Los tres partidos llamados a gobernar, si se cumplen las encuestas, ni siquiera son capaces de explicar a los ciudadanos su política de alianzas, lo que sería normal en cualquier democracia consolidada. Huyen del resto como si se tratara de un juego de trileros en el que lo relevante a los ojos del jugador-elector es ocultar dónde está la bolita, cuando todo el mundo sabe que habrá pactos para seguir con la parodia. El victimismo nacionalista, incluso, permite seguir buscando argumentos para justificar que el pacto a cinco contra el PSC formaba parte, en realidad, de la representación. De la teatralización de la política.

Los tres partidos llamados a gobernar, si se cumplen las encuestas, ni siquiera son capaces de explicar a los ciudadanos su política de alianzas

Es evidente que hay en ello un cierto tacticismo electoral –nadie desvela sus cartas porque piensa que eso puede restar votos–, pero hay, sobre todo, algo mucho más preocupante y que tiene que ver con la ausencia de una estrategia de largo plazo para encauzar, al menos, el problema. Para dar una salida a tanta frustración colectiva.

Al fin y al cabo, la luz, la estrategia frente a la táctica, apagaría los falsos mitos, pero se prefiere seguir en la confusión. En el caos. Sin mostrar preocupación sobre las cosas mundanas o sobre las consecuencias de una parálisis agotadora. ¿Cómo van a preocupar asuntos ‘menores’ como la desigualdad, la creación de riqueza o la salud pública cuando está en juego la independencia? Cuando el objetivo es que continúe el espectáculo. Seguir tirando la bolita repartiendo la suerte.

Los soberanistas saben mejor que nadie que lo único que los une es, precisamente, la independencia, ese discurso de las emociones que no es más que la representación práctica de los discursos identitarios basados en la pureza de sangre. Pero a partir de ahí pocas cosas más. Puigdemont y Junqueras se necesitan para sobrevivir mientras se juega la partida, y por eso nunca darán un paso atrás. Salvo que algún dirigente se haga el harakiri y diga la verdad. La verdad que pueda sacar de la ignorancia a los habitantes de la caverna.

Una obra de ingeniería

Toda ensoñación, sin embargo, siempre tiene algo de tragicomedia. Antes o después el universo onírico se viene abajo, y es por eso por lo que nadie quiere despertar del sueño. O de la pesadilla, como se prefiera. Nadie quiere derribar esa obra de ingeniería civil que es el ‘procés’, como lo ha calificado con lucidez Antoni Puigverd.

Tampoco quienes imaginan una realidad que ya no existe, y que trata de parar el reloj como si lo sucedido desde 2012, al menos, fuera un mal sueño. Como si nada hubiera pasado. Como si la Cataluña de hoy fuera la misma que la del pujolismo, cuando la polarización política, la fragmentación de las ideas, los cambios demográficos, las nuevas realidades del trabajo o los avances tecnológicos, como en otras regiones de España, han modelado un nuevo ecosistema muy distinto al que había hace pocos años. Cuando Cataluña lo que necesita es reflexionar sobre sí misma y volverse a encontrar con España. Aunque suene presuntuoso.

Cataluña lo que necesita es reflexionar sobre sí misma y volverse a encontrar con España. Aunque suene presuntuoso

Lo paradójico es que unos y otros –como Fausto y Mefistófeles– se necesitan, y no se trata de situarse en una posición equidistante. Al contrario. Es muy probable que esa retroalimentación tenga mucho que ver con la esencia de la política, que es fundamentalmente conservadora y cuenta con escasos incentivos para el cambio, que significa moverse hacia lo desconocido a través de caminos que muchas veces son sinuosos, tortuosos, pero que acercan al horizonte habitable.

El problema es cuando ese horizonte lo tapan las brumas impostadas. Cuando no hay ideas para construir un camino alternativo porque es mejor agarrarse a un pasado que ha dejado de existir y que no volverá. Ni Cataluña logrará la independencia mientras la Unión Europea siga existiendo ni Cataluña volverá a ser lo que fue.

El choque entre ambas contradicciones, en realidad, es lo explica el auge de la polarización –y el debate sobre la independencia no deja de serlo–, cuya relevancia intrínseca radica en que el pensamiento binario no es más que una reducción al absurdo de la política. Un triunfo del resentimiento sobre el otro yo mediante agravios que emponzoñan el camino. Una manera de traicionar lo esencial de la política, que es resolver los problemas cotidianos sin necesidad de vender el alma al diablo.